Biofilia

Iban por los 11.750 millones de habitantes, ya muy cerca de los doce mil que habían determinado como tope todos los grandes organismos oficiales refiriéndose a la cantidad máxima de personas posible de ser abastecida con los recursos de la tierra. Pasar esta cifra significaba el colapso total, el no retorno, el inicio del fin de la vida en el planeta. No obstante, y contrariamente a lo que se pudiera pensar, el contador de los nacimientos no dejaba de avanzar y cada parto era celebrado, si cabe, con más relumbrón que el anterior. «No vaya a ser este el último», pensaban los habitantes de la tierra ante el inminente desplome del mundo que se vaticinaba. Por eso, los festejos en torno a los neonatos se habían convertido en el evento social más importante y multitudinario hasta el punto de, incluso, llegarse a concebir con tal de celebrar una fiesta aún mayor. Así, aunque el fin se presuponía cerca, nada, nada en absoluto era capaz de frenar el incremento de la población. Ni siquiera que el número y calidad de espermatozoides se hubiera reducido a más de la mitad, o que numerosos científicos y filósofos no pararan de clamar de la necesidad de contención. Tampoco que los fenómenos climáticos fueran cada vez más virulentos, que una campante desertización se fuera comiendo lo que quedaba de territorio fértil, que el aire se hiciera más irrespirable, o que todos los días se extinguiera alguna especie vegetal o animal. «Es normal, es normal. No hay que dramatizarlo todo tanto», se solía escuchar. Nada, absolutamente nada, doblegaba la ambición de parir de los seres humanos.

Un día, a un alcalde que sufría fuertes prontos de melancolía se le ocurrió una idea mientras hojeaba varios informes sobre el deterioro medioambiental que el municipio había sufrido en los últimos años.

–¡Ya está! –exclamó enfático. –Construyamos jardines en los que preservemos la memoria de los animales y las plantas que aún perduran. Pero hagámoslo antes de que desaparezcan. Un jardín público para que nuestros conciudadanos disfruten y en el que nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos, y los hijos de los hijos de nuestros hijos puedan saber del mundo que nunca tuvieron.

Y así lo dijo y así lo hicieron.

Tal fue la repercusión que tuvo la iniciativa del nostálgico y bien hablado regidor que rápidamente estos jardines se pusieron de moda y en poco tiempo todas las ciudades ya ansiaban tener uno. Los primeros se levantaron con el mismo impulso conservacionista que inspiró a su promotor, pero más tarde este talante custodio fue sustituido por uno nuevo, el del afán económico, cuando se dieron cuenta de los cuantiosos sustanciales que podían embolsarse gracias a ellos. Así, se hizo raro no encontrar un ayuntamiento que no se vanagloriara de haber construido el suyo que, por supuesto, era el más grande, el más completo, el más caro, el más exuberante, el más cautivador, el más seguido en redes y sobre todo el que más turistas atraía pues, como no podría haber sido de otro modo, los abarrotaban.

Y mientras estos pequeños oasis iban proliferando, floreció en torno a ellos una legión de especialistas, consultores, abogados y patrocinadores que no estaban dispuestos a desaprovechar la oportunidad de sacar partido de la nueva fiebre, eso sí, dentro de la más estricta legalidad. Porque fuera de ella, otra canalla formada por estafadores, extorsionadores o ladrones se dedicaron a menesteres menos refinados, como los del mercadear o traficar con las plantas y animales más escasos y, por ello, más demandados. Una sólida red de deseos e intereses que sirvió de aval para que los jardines se convirtieran en una de las formas más segura de inversión y especulación, en una rica mina a cielo abierto esperando ser exprimida. Fue por eso por lo que grandes fondos de inversión acabaron haciéndose cargo de su titularidad, los cuales, para garantizarse el flujo de ganancias, los capitalizaron, los hicieron cotizar en bolsa, los cercaron con estrictas medidas de seguridad, los llenaron de todo tipo de atracciones y les pusieron un alto precio de entrada. Los turistas, por su parte, encantados con el original y amplio abanico de entretenimientos que les ofrecía este nuevo concepto de parque, no tuvieron ningún reparo en seguir formando largas colas, como tampoco en pagar lo que se les pedía por la entrada, las atracciones o por cualquiera de los suvenires legitimados a la venta en el propio jardín o, de falsificación, en los alrededores.

Así de paradójico era el mundo de los casi doce mil millones de habitantes. Un lugar en el que la vida mataba y la extinción se aceleraba al mismo ritmo que se desarrollaba el floreciente negocio de jardines. Sin embargo, todo esto no parecía importarle a casi nadie. Tampoco a Pierre.

Pierre se había mudado a París por trabajo y porque de entre todas las ciudades que en su día le ofrecieron, esta contaba con la mejor y más cuantiosa colección de jardines de Francia. Los había de todo tipo, tamaño, composición y forma. Además, por si fuera poco, la ciudad se hacía cargo de sufragar una serie de excelentes abonos que ponía a disposición de los residentes, un incentivo nada desdeñable.

La villa de París se esmeraba para que sus jardines fueran los mejores y, de este modo, hacerse con el mayor acopio de turistas. Pero como la competencia tanto dentro como fuera de sus fronteras era dura, nunca lograba tenerlos todos entre los preferidos de los turistas. Por eso solía ocurrir que mientras unos se abarrotaban, otros se quedaban desiertos durante largos períodos a pesar de su gran belleza, y esto era una ventaja.

Que los tropeles de visitantes sólo fueran donde les dictaran las últimas tendencias en jardines era lo mejor que le podía pasar a Pierre, pues le permitía pasar horas disfrutando tranquilamente de los verdes espacios demodé. Por eso, aquel día se dirigió a uno en el que, salvo a los guardianes y a algún que otro vecino, no se veía a nadie. Llegó temprano para aprovechar la mañana. Con su pequeña mochila colgada al hombro, además de un libro, llevaba un poco de vino, una baguette, queso y unas cuantas salchichas para el almuerzo. Después de dar un largo paseo, ahíto de observancia animal y vegetal, eligió un banco junto a un sendero donde echar el rato que le quedaba leyendo, comiendo y bebiendo. «Qué maravilla de lugar, tengo suerte de vivir aquí», se dijo desperezándose con un revoloteo de pájaros de fondo que se entremezclaba con el eco de algún mugido, ronquido o aullido de este y aquel animal.

Ayudado de las manos, terminó de hacerse un sencillo aunque sabroso bocadillo. Luego abrió el vino y el libro por donde lo había dejado la última vez y se dispuso a almorzar. Al primer bocado, un cuervo negro como el carbón y con pinta de ser muy ladino se le acercó con clara intención de llenarse también el buche, pero Pierre lo ignoró, estaba prohibido dar de comer a los animales en el parque. El pájaro graznó un par de veces y al ver que no obtenía nada, en lugar de marcharse, se quedó como petrificado sin quitarle ojo. Inmediatamente después, vino otro cuervo que, al recibir el mismo trato indiferente, también se quedó al quite. Llegó un tercero graznando y abriendo paso a otros dos que volaban tras él. «¿Qué pasa?», les habló Pierre molesto. «¿Qué no os dan de comer aquí? De mí no vais a tener nada, así que jopo, a volar», e hizo un pequeño aspaviento para ver si los espantaba. Sin embargo, los cuervos apenas se inmutaron y más allá de mostrar ningún temor por el manotazo, comenzaron a aproximársele con decisión, en una especie de coreografía preparada o, más bien, de asalto organizado. «¡Fuera!», exclamó Pierre ahora levantándose del banco. Y en este momento uno de los cuervos aprovechó para darle un picotazo. «¡Eh, cabrón! ¡¿Qué haces?!», gritó. «Será… El muy…» Y de pronto los cinco pájaros comenzaron a graznar de forma frenética, quizás poseídos por algún aliento infernal a vista de lo que seguidamente aconteció.

Antes de que Pierre hubiera terminado de recoger para cambiarse de sitio amedrentado por el ataque y el fúnebre estertor de las rapaces, un fuerte estruendo le dejó la sangre helada cuando descubrió de qué se trataba. Al principio solo distinguió una nube oscura que se extendía sobre la línea de horizonte pero, poco a poco, según se fue acercando, vio que nada tenía que ver con una nube, sino con un aluvión de cuervos que acudían a la llamada de los cinco que no callaban. Sin pensarlo, Pierre se puso a correr en dirección opuesta a aquel enjambre negro que se le aproximaba hasta que, para más desconcierto, tres perros de afilados colmillos le cortaron el paso obligándole a cambiar de trayectoria y a correr aún más rápido atravesando la frondosidad de plantas y flores que en otros momentos había admirado. Recorrido un largo trecho, cuando el aliento comenzó a faltarle, aprovechó las grandes hojas de un filodrendo para esconderse bajo ellas. Acurrucado, aturdido, sintiéndose amenazado como nunca, no paraba de darle vueltas a cómo podría escapar y salvar la vida. Por eso, en ese momento se le ocurrió que, si se embadurnaba el cuerpo con tierra, las bestias quizás no le localizarían con el olfato. Lo había visto en una película, el actor también huía de una jauría, pero eso, lo hacía en una película y aquello era la vida real, tan real como el dolor que sentía en la pierna a causa de las mordeduras de unas hormigas de fuego que subían por su pierna. «¿Cómo me puede estar pasando esto a mí?». Se preguntaba tiritando mientras ahogaba a los insectos entre el barro con la palma de su mano. Al cabo de unos minutos, aún se seguían escuchando las pisadas de los perros arañando la hojarasca, su aliento jadeante y el graznido de los cuervos, aunque, eso sí, algo más lejos. Parecía que la estrategia del barro estaba funcionando. «Por favor, por favor, por favor…», imploró durante todo ese tiempo. Por fin los ruidos desaparecieron del todo, a pesar de ello Pierre no se atrevió a salir de su escondite temeroso de que le estuvieran tendiendo una trampa. Con cautela y toda la destreza que le permitió la postura agazapada que mantenía, se asomó por una de las hojas de la planta cuando una fuerte y bonita glicinia se lío en su pierna, le tiró al suelo y le arrastró hacia fuera del follaje del filodrendo con la única resistencia de los gritos de espanto del desventurado Pierre, que acabó revelando su escondrijo.

A sus alaridos, no solo acudieron los perros y los cuervos que le perseguían, sino también un sinnúmero de animales que, saliendo de todas partes, llegaron hasta donde la glicinia le tenía bien atado. Osos panda, lémures, jirafas, mandriles, cebras, guacamayos, gamos, muflones, conejos, bisontes, chimpancés, suricatos y un largo etcétera de especies le rodearon hasta tenerlo completamente cercado. Entonces, uno de los tantos cuervos que se posaban en la copa de un drago, emitió un fuerte graznido y todos los animales, al unísono y sin excepción, se arrojaron sobre Pierre y lo descuartizaron. De toda la escabechina, las plantas de alrededor no perdieron detalle, solo lamentaron no haber tenido patas y fauces para participar también.

Días después, los medios informativos de todo mundo solo hablaban de una cosa: de la rebelión de los animales y las plantas; de cómo se habían multiplicado los ataques a los hombre y de cómo estos estaban haciéndose con cada vez más territorios. Fue entonces, ahora sí, cuando el contador de los nacimientos comenzó a descender. De esto último no informó ningún periódico.

Elromeroenflor

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Unos días de monzón en Indonesia

Una vez probado el alivio

El flautista de Hamelín y la distinción