Unos días de monzón en Indonesia

1° Etapa. La llegada: Buenos días Yakarta!

Aunque más que buenos días tendríamos que desearos buenas noches ya que mientras vosotros dormís o seguís con la fiesta, nosotros, en estas casi antípodas, nos disponemos a salir en busca de algo de fruta y otras alegrías que nos restablezcan y reorienten el cuerpo después de un largo viaje.

Ayer aterrizamos aquí, en Yakarta, la capital tanto de Indonesia, el archipiélago más grande del mundo (sólo 17.000 islas de nada) como de la isla de Java, que tiene también el ranking de ser la más poblada del mundo, hecho que puede apreciarse fácilmente. Del mismo modo que sucede en otras ciudades del Oriente tropical, la numerosa presencia de personas se dibuja en el paisaje urbano de contrastes extremos. Por un lado una naturaleza exuberante y frondosa de impresionantes y generosos árboles floreados junto a alegres cantos de aves de cola larga que trinan en sus copas; por otro, rascacielos de aspecto malhumorado, edificios apelotonados, chavolas, puestos callejeros de comida, tráfico y polución, sobre todo, muuuuucha polución.

Todo bien organizado para el turista, te das cuenta del peso que el turismo tiene en su economía. Agilidad a la hora de entrar al país, facilidad para acceder a los servicios diseñados para los extranjeros, personal de ayuda en estaciones, aeropuerto... Rápido, rápido, hay que evitar que se formen tapones.

Así, la primera impresión con respecto a su organización y pastoreo de  guiris es positiva, pues se ve eficiente. También la tenida con sus ciudadanos quienes, hasta ahora, se muestran con trato educado, hospitalario y afable, acompañado de un lenguaje corporal pausado y dulce. Incluso los que interaccionan con Jean-Baptiste, pues no pierden la paciencia y, al contrario, se ofrecen a escucharlo en indonesio. Sí, habéis leído bien, a escucharlo en indonesio. Mi querido Jean-Baptiste... Una vez pasado el puesto fronterizo, en una oficina de cambio de moneda, voilà, me lo encuentro hablando en indonesio con la chica que atendía el negocio.
—¿Cómo? –digo ojiplático.
Y Jean-Baptiste se troncha porque resulta que lleva dos meses estudiando a escondidas la lengua con una profesora online, sin decirme nada solo para ver, como hizo, mi cara. Ja! Ideal, ya tenemos traductor en este viaje, y no el de Google precisamente :)). Genio y figura hasta la sepultura que, por supuesto, no ha dudado en explayarse con la del hostel, el supermercado, el restaurante de fideos y con todo aquel con quien nos hemos cruzado. Poniéndole mucho empeño todo lo convierte más fácil :))

Pero eso fue ayer. Esta mañana hemos dejado temprano Yakarta, ya tendremos más tiempo de visitarla a la vuelta. En tren, nos dirigimos hacia Yogyakarta, región de templos hindús, de lo que se conoce como la época dorada de la isla de Java, allá por el siglo XIII. Venimos aquí para empezar nuestro plan de viaje. En marcha, poco a poco el paisaje extremo de Yakarta antes descrito va desapareciendo para dar lugar a extensos y encharcados arrozales que reflejan las nubes y las siluetas de plataneras, papayos, cocoteros, bambús, así como un sinfin de especies más que sirven de base al frondoso y oscuro manto vegetal que cubre los montes dendentados que los circundan.

 

2° etapa.
Yogyakarta: "Pelán, pelán" "Hati hati"

Llegamos a Yogyakarta atravesando una bonita y antigua estación de tren y desde aquí tenemos nuestro primer contacto con su bullicio de idas y venidas, vendedores ambulantes, música de lambada, cláxones y un denso tráfico que no cesa. Pocos minutos después logramos llegar a uno de los extremo de la calle Molioboro, eje principal comercial y en la que nos encontramos otra multitud de personas. Su extensión, gentío, actividad comercial y vocerío la llenan de atractivo y despierta cualquier interés.
–Where are you from? —nos abordan de pronto con una sonrisa.
–France and Spain –respondemos.
–Oh, grate! You know, you are a lucky men because (...)
Según el tipo que nos ha parado somos hombres de suerte porque hoy es el último día de una semana cultural en la que ha habido música, teatro y otras manifestaciones en la calle, así que no nos podemos perder el espectáculo de esta tarde a las ocho, cerca del mismo lugar en el que que estamos con él. Somos hombres de suerte, sí –continúa–, por eso nos quiere acompañar a una exposición de arte "gratis" que hay a dos portales más abajo. Pero como este amable ofrecimiento nos recuerda a los vividos en otros lugares, preferimos cortar la conversación con la excusa de que nos esperan en el hotel y le dejamos atrás. No sabemos si lo que nos ha contado es cierto o no, pero por si acaso, mejor no confiar en quien te aborda; además, tampoco es del todo mentira que tenemos que llegar al hotel. Seguimos calle Maliaboro hacia adelante encantados con su colorida vida mercante, las retahílas de sus vendedores (micro en mano) anunciando las muchas promociones, los puestos de comida ambulantes, el tráfico, los cafés y restaurantes, o el constante ajetreo de personas de todas las edades y vestimenta. Entonces escuchamos de nuevo: "Where are you from? You are a lucky men". –¡Ja! –nos carcajeamos. OK, entendendido, queda claro que nosotros tan solo somos unos pececitos en este inmenso río y  que ellos son las garzas que esperan su pesca.

Yogyakarta, aparte de la alta polución que produce el denso y constante tráfico de coches y motos, es una ciudad muy agradable, de exhuberante vegetación, limpia, de casas humildes pero arregladas, con muchísimos lugares para comer sabrosos platos, mercados, talleres de estampado de telas y también una nutrida población cándida, pausada, educada, paciente y siempre, siempre sonriente. Tanto es así que, a veces, al relacionarnos con algunos de ellos, nuestro corazón late, si cabe, con más fuerza conmovido por la bondad con la que nos tratan, conmovidos por su ser y por su estar.

Y poco a poco todo va cobrando sentido desde que llegamos a Yakarta y empezamos a oír lo que se repite con cierta frecuencia "Pelán, pelán" (despacio, despacio) o "hati hati" (cuidado <en su sentido de prudencia>), pues vamos descubriendo que estas dos recomendaciones tan mencionadas no son dichas porque sí, sino que forman parte de su moldeado cultural, del carácter de su sociedad. Porque una impresión permanente que tenemos es que aquí nadie parece tener prisa sea el lugar o la circunstancia que se de. Actúan sin estrés y sin perder de vista cada paso dado, incluso los conductores de esta aparente caótica circulación, pues aun cuando te adentras en ella tomando algún taxi, moto- taxi o tuc-tuc, observas como es, efectivamente, solo apariencia de caos ya que en todo momento también prevalece su mantra "pelán, pelán" "hati hati".

Son las cuatro de la mañana, la llamada del muecín de la mezquita cercana a nuestro hostal comienza la oración a la par que el resto de templos. Todos juntos superponen sus cantos hasta que hacen vibrar la ciudad en este momento y en cuatro más que se suceden a lo largo del día. Sin embargo, por otro lado, esta constante de la ceremonia musulmana no interrumpe el trepidante pero amable ritmo que como un río de aguas mansas recorre todo Yogyakarta.
En Indonesia, de las muchas religiones nativas que hay, solo seis son reconocidas por el Estado: musulmana, confuciana, católica, protestante, budista e hinduista, siendo la primera la más numerosa. Pero, a pesar de esta mayoría, y quizás porque el gobierno no se define en ninguna, la calle, tanto en Yakarta como aquí en Yogyakarta, muestra su multirreligiosidad sin complejos y en armonía. Nadie impone nada, nadie se mete en nada y parece como si todas las creencias bebieran unas de otra conviviendo y relacionándose entre sí con amistad y, supongo que en algunos casos, parentesco. En las relaciones la discreción, al igual que la educación o la sonrisa limpia, es la norma. "Pelán, pelán" "Hati hati" vuelve a sonar por encima de todo lo demás.

Después de cuatro días en Yogyakarta, seguramente difíciles de olvidar, dejamos la isla de Java y partimos hacia Bali, próxima meta de esta incursión por Indonesia.

 

Tercera etapa. Ubud: deidades y chanclas

Todo el que busque en su viaje experiencias lo más alejadas posible de la globalización, Ubud no es el lugar. Aquí, el turismo de masas y no sostenible se han impuesto sobre cualquier otra forma de vida y actividad económica. Esto no quiere decir que Ubud no tenga su propia esencia, que la tiene, pero como el ancho muro que genera el business del entretenimiento no te deja verla, hay que escarbar un poco para encontrarla. Las ofrendas matutinas y vespertinas, la actividad de los templos y mercado, o un entorno agrícola y selvático (cada vez más mermado por la edificación de complejos hoteleros) puede servir de consuelo y ayudarte a superar la anodina impresión que dejan sus calles llenas de tiendas de souvenirs, boutiques de moda, bañadores y chanclas al estilo Marbella, de locales de masajes y restaurantes de comida fusión.

Si esto fuera una guía de viaje tampoco te recomendaría no parar aquí, ya que Ubud también es parte de la Indonesia de hoy, pero sí te advertiría que en este antiguo pueblo agrícola, sobre todo, se consume a gran escala y que los habitantes sólo esperan de ti que vacíes tu cartera con ellos antes de marcharte. Nada más y aunque a lo que hayas venido haya sido a hacer ese plan fantástico de yoga, desintoxicación y encuentro contigo mismo de varios meses de duración. El business es el business, cariño, y tú solo una cartera con patas.

Hace unos meses vi una serie que hablada de cómo la industria del ocio y de un tipo de turismo termina colonizado los lugares donde se asienta y hace desaparecer la cultura autóctona. Los ocho o nueve capítulos sucedían en Hawaï y se centraban en las consecuencias que tenía para la población llenar un lugar de resorts. Sin más opción que estar a disposición permanente del cliente, los habitantes del lugar se convertían en su propio cliché, en una caricatura que plasmaban en comportamientos topicazos o danzas tribales perfectamente coreografiadas para amenizar las noches de los huéspedes.
Pues bien, algo así le sucede a Ubud a ojos del que va a visitarla por primera vez.
–Durante la pandemia del Covid Ubud estaba muerta –nos contó un día la responsable del hostal donde nos quedamos–. Fue terrible. No había turistas. Teníamos miedo pues tenemos que pagar los créditos a los bancos. Y es que Bali sin turistas no es nada.
Efectivamente, uno tiene la impresión de que Bali, o al menos está parte de la isla, sin turistas no es nada. Pero como vivir hay que vivir, aunque sea a crédito limpio, ¿quién no entiende que los habitantes se vuelquen en busca de ingresos cuando es la única opción que se les deja? ¿Cómo no comprenderlo? ¿Cómo no hacerlo si además nosotros venimos de la misma actividad emprendedora del "pelotazo turístico" y de "todos los huevos en la misma cesta"? Por eso, ante esta imposición inevitable, quizás lo más justo sería decir que turismo sí, de acuerdo, pero sostenible y diversificado.

Cuantas contradicciones... Pero bueno, por otra parte y por fortuna, venir a Ubud también nos ofrece un prisma con el que no contábamos y que nos ayuda a entender mejor tanto la isla como Indonesia. En esta parte del país, por ejemplo, además de lo reseñado acerca del turismo, el otro aspecto más importante es también la religión. A diferencia de Yogyakarta o Yakarta, la mayor parte de la población es hindú, pero en una de sus variantes, la conocida como hinduismo balinés, es decir, la que mezcla la tradición de esta antigua religión con el budismo y animismo. El resultado de esto a efectos diarios es una población muy practicante que, como la de cualquier otra religión, canaliza la superstición y trascendencia por medio de numerosos ritos que se celebran en varios momentos del día, como las siempre presentes ofrendas de flores, incienso y oraciones a los espíritus hechas en la calle entre casa y casa o tienda y tienda (pongamos de chanclas); o por medio de la necesidad de contar con un altar en la entrada de todo negocio u hogar; o por medio de la construcción de templos, cuantiosos, suntuosos y en todas partes de la ciudad y que ha hecho que a Bali se la conozca popularmente como la isla de los 10.000 templos.  

 

Cuarta etapa: Amed, al este. Ojalá.

En esta cuarta etapa de nuestro viaje hemos venido hasta Amed, al este de la isla. Una pequeña aldea de tradición pesquera y salina, a los pies de una pronunciada montaña, de playas negras y en la que, como viene siendo habitual en todos los lugares que hemos visitado, las personas con las que nos cruzamos nos tratan de manera tranquila, dulce y sonriente.

Ahora llueve y os escribo refugiado en el porche de la terraza del coqueto y modesto hotelito en el que nos quedamos. A mi izquierda siempre la presencia majestuosa del volcán Agung, a la derecha el mítico Mar de Bali. Hace calor y la lluvia no molesta, al revés, se agradece no solo por el refresco sino porque da al ambiente un aire todavía más pacífico y relajado del que ya de natural se disfruta en esta costa. Miro el mar y bandadas de peces voladores saltan enfrente de nosotros, siguen la corriente.

Hemos llegado en trasporte privado, es decir, taxi, pues no hay trenes en la isla y los autobuses son muy escasos, caros y lentos. Por eso, cuando alguien quiere ir a otro pueblo o ciudad lo tiene que hacer en vehículo privado, bien propio o de cualquier empresa tipo Uber que ofrecen tanto coches como motos. Pero estas compañías no son las únicas, en muchas ocasiones vemos que de todas partes salen taxis improvisados, incluso en las pequeñas aldeas cuyos habitantes, por ejemplo, aparcando las scooters al inicio de largas pendientes, ofrecen sus servicios a turistas o a los propios vecinos que vienen de peregrinación hasta el templo donde ese día se celebra alguna ceremonia.
La red de carreteras de Bali es muy amplia aunque básica, por eso es difícil encontrar señales de tráfico, semáforos, aceras o guardias a lo largo de muchos kilómetros, si no de todo el trayecto. Tan solo las líneas continuas y discontinuas pintadas en un ancho de asfalto, donde en ocasiones apenas caben dos coches, crean la ilusión de cierta regulación. Así que el primer contacto que se tiene con la circulación de la isla impresiona, ya que sucede como en otros países de esta región en los que parece que no hay orden ni concierto. Luego, afortunadamente, descubres que no es así, que solo es que existe otra forma de regularse, en este caso, entre ellos, es decir, según las necesidades de cada uno y en cada momento; cuando te toca a ti conducir compruebas que se circula con la misma sensación de tranquilidad y seguridad que se hace en nuestras carreteras, solo te tienes que adaptar.

Sigue lloviendo. De fondo la risa de Putu, uno de los hijos de la familia de pescadores que regenta el hotel. El olor a mar y lluvia se funde con el de la frondosa vegetación que cubre las montañas a nuestras espaldas.
 
Aquí y ahora pienso en Málaga, en la de nuestra infancia, pues todo en Amed me la evoca y me devuelve la imagen de aquellos años de antes de la plena transformación, cuando su costa urbana y metropolitana todavía no estaba atestada de edificios y smoke; cuando había campo, cañaberales, huertas y la actividad pesquera diaria traía el copo por las tardes; la de aquellos días en los que los niños podíamos jugar con los peces de la orilla igual que hacen hoy los de estas aguas. Aquellos días en los que pensábamos que el mar era una fuente inagotable de recursos y el pescado aún era considerado comida de pobres. Aquella Málaga que tuvo tantas cosas en común con la Amed en la que estamos y que, recelosos, vemos que ya ha comenzado a transformarse profundamente, a acoger quizás a demasiados turistas para su capacidad natural, como un día también lo hizo Málaga.

–El mar no da para ahorrar, el turismo sí –me contó una tarde Karret, el pescador hotelero, mientras tomábamos café. –Nosotros no tenemos jubilación, ni seguro médico, lo tenemos que pagar todo y es muy caro. Tampoco hay ayuda del gobierno, por eso nunca vamos a hospitales y preferimos ir al curandero de nuestro pueblo. Durante la pandemia no teníamos clientes y al final, las últimas semanas, pasamos hambre. Yo perdí varios kilos –se ríe y continúa. –Sé que cada vez queda menos verde en el mar, menos peces. Cuando se acaben ya veremos, pero de momento yo no puedo decir que no a los clientes; si quieren cazar con arpón que cacen, si destruyen los corales con las aletas que los destruyan, es así, dependemos de sus comentarios en Internet. No les puedo decir que no.
Al oírlo, inevitablemente pienso en lo que unos días antes nos contó también la gerente del hostal donde nos quedamos en Ubud. Ambos relatos son similares, ambos expresan la misma trampa.

De momento, modestos hoteles y sencillos restaurantes se salpican entre las barracas de pescadores donde todavía, a eso de las tres de la tarde, se reúnen a jugar a las cartas. A pocos metros los fondos marinos siguen brillando con sus colores fluorescentes, los bancos de peces formando caprichosas nubes centelleantes y las tortugas pastando pacíficamente en amplias praderas acuáticas, ajenas, o no, a lo que está sucediendo en tierra.
Quién sabe si todo no está perdido, quién sabe si el pueblo de Amed se dará cuenta a tiempo de que tiene en sus manos el futuro y supervivencia de este frágil ecosistema animal y vegetal con el que conviven y del que tanto dependen (bien sea por turismo o pesca). Ya veremos. Ojalá.

En Amed los días pasan de forma tranquila y agradablemente monótona: desayunar viendo cómo llegan las barcas con la pesca, charlar con unos y otros, zambullirse en el mar para dejarse cautivar por su nutrida biodiversidad, almorzar este o aquel sabroso plato de su variada y rica cocina, visitar algún templo o dar un paseo... Café, de nuevo sumergirse a contemplar el orden reposado de la naturaleza marina, tomarse el coco o la cervecita de la tarde, otro paseo y finalmente dormir, dormir y quizás nadar en sueños con la firme serenidad de la tortuga marina. Ojalá. 

 

Quinta y penúltima etapa: Munduk. Biofilia

Según Neil A. Campbell, en su libro Biología, la biofilia es nuestro sentido de conexión con la naturaleza y con otras formas de vida, de la apreciación de plantas y animales. Para John N. Gray, en su libro Perros de paja (y que os recomiendo), significa el precario vínculo emocional que liga a la humanidad con la tierra.

Como si se tratara de un guiño que nos quisiera hacer el destino o, incluso, los dioses, dejamos la bahía de Amed escuchando la canción de "La isla bonita“ de Madonna. El conductor del taxi que nos llevará a Munduk la tiene puesta cuando subimos. La ironía es que es la única canción que hay en su playlist a pesar de no saber ni de qué va la letra de este sueño que nos cantó Madonna, ni tampoco del significado del término "isla bonita". Se lo explicamos, pero creemos que sigue sin entender lo que esta letra implica escuchándola allí, despidiéndonos de Amed; quizás sea porque todavía no ve este lugar desde el valor que nosotros sí hacemos así que, probablemente, a pesar de toda explicación, siga escuchándola como la única canción que tiene disponible offline en su playlist.
–Last night I dream with San Pedro... –vuelve a cantar Madonna por segunda vez mientras dejamos estas costas y nos dirigimos al otro lado del volcán Agung.

Tardamos algo más de tres horas en recorrer cien kilómetros debido al escaso acondicionamiento de la carretera que, según avanza, se ha ido estrechando hasta quedarse en un solo carril para ambas direcciones, una vez nos hemos adentrado en la selva. Además, para más emoción, en esta parte del camino todo se pronuncia vertiginosamente, las curvas y las pendientes, pero también la oscuridad de un bosque que nos inquieta.
Llegamos a Munduk.

Rodeadas de cumbres cubiertas de espesura, las casas de esta pintoresca aldea se encaraman en las laderas de la montaña y se organizan en terrazas y bancales. Aquí todo es vertical, todo asciende o desciende y apenas hay ningún tramo en llano. El aire es limpio y el ambiente tranquilo y silencioso, solo se rompe con el canto ronco de los gallos y el motor de unos cuantos vehículos que circulan por su única carretera.
Munduk, además de un turismo relajado y más sostenible que en otras partes de la isla, vive del arroz, la agricultura tropical y de las especias. Por eso, estos días, en nuestras excursiones nos encontramos, por un lado, extensos arrozales, árboles frutales como el papayo, mango, cocotero, pitaya, aguacate, cacao o café y, por otro, granjeros que nos ofrecen de sus propios cultivos canela, vainilla, pimienta, cardamomo, azafrán, nuez moscada o clavo, cuyo árbol, el clavero, abunda en esta parte de la isla y que cuando uno lo contempla en el conjunto de su masa arbórea no puede dejar de sentirse fuertemente vinculado a la Historia.
Verse rodeado de este pequeño y codiciado fruto, aquí, en su tierra de origen, es recordar los relatos de todas esas hazañas que ocurrieron a partir de las famosas expediciones de las especias y que, para bien o para mal, tanto determinaron el rumbo de la humanidad. Porque si no hubiese sido por ellas, y en especial por el clavo, así como por el control de sus rutas comerciales, por ejemplo, Colón nunca hubiera llegado a las costas del contienente americano, Magallanes no habría encontrado el estrecho que lleva su nombre o el océano Pacífico y Juan Sebastián Elcano no hubiese completado la primera vuelta al mundo ni evidenciado que la tierra, efectivamente, era redonda. Poca cosa... Lo que aportó el rentable negocio de las especias a la sociedad europea no fueron solo cantidades ingentes de dinero a sus arcas, sino también la configuración del mundo tal como lo conocemos hoy. Y ahora estas especias, estos árboles de clavo, están delante de nosotros y nosotros en el corazón del lugar donde comenzó todo. Cuanto menos, emociona.

Indonesia es rica en materia prima como el estaño, níquel o petróleo. Es el principal país del mundo exportador de aceite de palma y caucho, así como el tercero de arroz o café. También explota sus bosques y mares y el turismo deja importantes activos en su economía. Aún así, la mayor parte de su población vive con una economía doméstica precaria y Bali no es ninguna excepción por muchos resorts y marketing que tenga. Por eso, recorriéndola, es frecuente encontrarse con quien quiere ganarse unas cuantas rupias extras contigo, probablemente porque tu contribución suponga conseguir una mejora en su menguada vida material. Así, en ocasiones, bien suponga hacerse una foto en un templo, acantilado o arrozal, bien adentrarse en algún paraje natural o monumento, suele conllevar un pago extra, una aportación, sobre todo, en las zonas con más afluencia turísticas; en las agrícolas se da menos.
Pero más allá de este, digamos, comprensible canon, nada resta belleza a los lugares que se visita ni nada impide que te dejes apresar por ellos. Si por síndrome de Stendhal se conoce la alteración del ritmo cardíaco, felicidad, palpitaciones, sentimientos y emoción al contemplar una obra de arte, un trastorno similar del estado físico, pero relacionado con la naturaleza, capaz de despertar nuestra biofilia, puede darse cuando un entorno natural, rotundo, salvaje y libre te envuelve; porque entonces por momentos, solo por momentos, te desprendes de ti, de tu ego, te fundes con el medio y te reconoces como parte indisoluble de él. Y justo esto es lo que sucede en las selvas de Munduk: biofilia.

"La brisa tropical de la isla
Toda su naturaleza salvaje y libre
Esta es donde yo quiero estar en
La isla bonita
¿Cómo puede ser verdad?...“ Cantaba Madonna mientras en una tartana nos adentramos en la selva.  

 

Sexta y última etapa: Matriuscas. La despedida

Comienza la última etapa de nuestro viaje por Indonesia y atrás va quedando Munduk; al girarme y mirar por la ventanilla, veo como poco a poco la selva lo va engullendo entre las copas de sus árboles de clavo y cacao.

Nos dirigimos a Kuta, en la costa suroeste. Vamos a pasar la última noche de Bali aquí porque está a menos de cinco kilómetros del aeropuerto desde donde mañana nos dirigiremos a Yakarta para, al día siguiente, tomar el avión hasta París. Hemos elegido quedarnos en esta ciudad no sólo por una cuestión operativa, sino también por curiosidad ya que, según dicen todas las guías que hemos consultado, Kuta es un paraíso de turismo surfero, donde muchos australianos y de otras partes del mundo vienen a practicar este deporte y pasar sus vacaciones desde los años setenta; parece ser que también hay mucha marcha. Así que, ¿por qué no? Un día es un día: sol, playa, surf, cocos y fiesta.
De llevarnos hasta allí se encarga Sumi, un joven de Munduk al que le hemos contratado  el servicio de taxi y con el que vamos a aprovechar para visitar un par de templos importantes que hay en el camino. El trayecto sucede como el propio carácter de nuestro conductor, apacible y alegre. Con gusto nos va dando alguna información sobre los lugares por los que pasamos y que, por supuesto, agradecemos.
Así, varias horas después llegamos a Kuta, el paraíso de sol y surf...

Dijo Calderón en boca de su personaje Segismundo:
"... y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende."

Una larga y ancha estela de basura se esparce a lo largo de la orilla de la playa en la que, en lugar de gaviotas, palomas o ratas como sucede en todo vertedero, decenas de turistas, efectivamente, de todas partes del mundo, se mueven con gracilidad y se fotografían entre ellos, aparentemente indiferentes a un paisaje que, en la dureza que expresa su contaminación, roza lo apocalíptico, todo lo opuesto a ese ojalá que entonaba hacía unos días. Nos quedamos atónitos, mudos, mirando el desolador paisaje que se completa con un mar de tablas de surf de alquiler. Seguimos atónito, mudos. No sabemos si la tal cantidad de plásticos desperdigados a nuestros pies es producto de una acumulación de basura que nadie recoge o, por el contrario, la ha traído la corriente. Sea cual sea su origen, lo que sí sabemos, porque lo vemos, es que a nadie parece importarles un comino, ni a los que se pasean y se retratan, ni a los surferos por una hora, ni a los comerciantes, de los que pocos, o muy pocos, hacen algo por recoger, al menos, los desperdicios que lindan con su negocios.
–Do you want a umbrela and one coconut? –nos preguntan.
–No, terima kasih (No, gracias, en indonesio)        
   –respondemos.
–Do you want surf?...

Durante más o menos un kilómetro que dura el paseo que damos estupefactos, un vendedor tras otro, en una fila interminable de puestos de cocos, suciedad y tablas de surf de alquiler dispuestos a lo largo de la playa, nos van preguntando sin descanso a nuestro paso. No, terima kasih; no, terima kasih; no, terima kasih, repetimos también sin descanso. Por fortuna, en Kuta ocurre como en las otras partes del país donde hemos estado. A pesar de que siempre hay alguien que te ofrece algún producto o servicio, con decirles una vez que no lo quieres es suficiente, es decir, al oír tu no dejan de insistir, no te persiguen hasta conseguir su objetivo por extenuación, como sí hemos visto que ocurre en otros lugares. Asumir un no por respuesta con la misma naturalidad con la que se hace con un sí, sin duda, lo hace todo mucho más fácil. Buena lección para la vida.

Decidimos volver al hotel, aquí no hay nada más que ver. Varios puestos con pequeñas tortugas marinas de plástico, madera o cerámica al principio de la playa nos despiden mientras pienso, al verlas, en la que hace unos días, la de verdad, pastaba serenamente en las praderas marinas de Amed, ajena a todo lo que está acabando con su especie. La situación parece un chiste macabro: tortuguitas encantadoras como souvenir para recordar a las mismas que tanta producción de souvenir está matando.
La marea empieza a subir y la basura a desaparecer. Ya está, aquí no ha pasado nada...

Al día siguiente ya estamos en Yakarta. Llueve y, a nuestro pesar, la prolongada sombra del declive medioambiental cae de nuevo sobre nosotros, arrastrándonos, esta vez, con ella e impidiéndonos apreciar la ciudad con un punto de vista más amable que sin duda tendrá.

En poco tiempo Yakarta ya no será la capital de Indonesia. Están construyendo una nueva al este de la isla de Bornéo. La razón es simple, la ciudad se está hundiendo debido al bombeo descontrolado de agua subterránea. Teniendo en cuenta que es una ciudad superpoblada, con más de treinta millones de habitantes en su provincia, y que la legislación sobre la extracción de agua es muy permisiva, no es difícil ponerle fecha a su hundimiento pues la solución, parece ser, no es prohibir la extracción y canalizar adecuadamente el agua.
De todos modos, si no es por su hundimiento, será por la subida del nivel del mar a causa del cambio climático o por la gran polución que sufre lo que acabe definitivamente con ella. Pasear por Yakarta es difícil hacerlo sin mascarilla, su aire es irrespirable y difícil de soportar con buen humor. A pesar de ello, sorprende ver cómo muchas personas asumen e integran el negro del smoke en sus pulmones con la misma indiferencia que los turistas la basura de la playa de Kuta. Sin duda, nos adaptamos a todo.
Por otro lado, mientras siguen extrayendo agua del subsuelo, subiendo el nivel del mar, aumentando la polución del aire y construyendo una nueva capital, no paran de levantar rascacielos a cada cual más ostentoso y que, a vista de lo que ocurre con el medioambiente de la ciudad, más que edificios de viviendas u oficinas, parecen búnkeres donde refugiarse del exterior. Ciudades dentro de ciudades, el sistema de la matriuscas aplicado a los problemas de la contaminación.

Fin.

 

Epílogo

Con este desconcierto medioambiental terminamos nuestro viaje. De acuerdo que lo vivido en Kuta y Yakarta ha puesto un triste punto y final a esta pequeña aventura por el archipiélago indonesio, pero no hay que olvidar que, como Ubud en Bali, también forman parte de su realidad, más allá de lo que hubiéramos deseado o necesitado encontrar. Por eso, creo que es importante no negarlas, mostrarlas como una parte más del todo que son, de lo contrario sería caer en la complacencia a la que actualmente nos tienen tan mal acostumbrados la ficción de Internet y las redes sociales.

En ocasiones, durante el viaje, nos hemos preguntado por qué el pueblo indonesio es tan apacible, por qué se expresa sin mostrar ninguna forma de violencia o drama en su voz individual o colectiva. Probablemente esta manera de ser no sea producto de un solo aspecto, sino, como suele pasar, por la confluencia de varios. Aun así, de todas las conjeturas que hemos barajado en nuestras conversaciones, la que me da una respuesta más aproximada tiene que ver con lo que nos comentó el guía del templo budista de Borobudur en Yogyakarta, Java.
Cuando nos explicaba las razones por las que se construyó de ese modo el templo, su significado y el de algunos elementos decorativos, también nos habló un poco de las diferentes posturas de Buda o mudras (sus enseñanzas sagradas) que podíamos ir viendo retratada en las diferentes esculturas distribuidas por el templo. No se detuvo mucho en ellas salvo en una, la que representa a Buda sentado con un brazo levantado en el que, con los dedos corazón y pulgar de su mano forma un círculo, dejando los otros tres libres, levantados. Según él, estos tres dedos querían decir callar, escuchar y recordar, y era la actitud que proponía Buda para todo aquel que se encontrara en el camino hacia el Nirvana, el círculo que, por otro lado, se representaba con los dedos pulgar y corazón. Inmediatamente después de la visita al templo busqué el significado de esta postura, pero no encontré ninguna explicación parecida a la que el guía nos dio. Por eso, desde entonces, he considerado que, más que de este mudra, nos quería hablar de una actitud de vida, la que se tiene como modelo en Indonesia seas quien seas y pertenezcas al credo que pertezcas. Callar para poder escuchar, escuchar para poder conectar (y conocer) y, luego, recordar para no olvidar, practicar, para poder, así, madurar. ¿Y no es este el círculo invariable en el camino de perfección, los dos dedos pulgar y corazón?

Pero, más allá de toda conjeturas sobre el carácter apacible de las gentes de Indonesia, algo sí es cierto, como ya he remarcado en varias ocasiones, y es que agrada sobremanera relacionarse con un pueblo que se expresa con tanta tranquilidad, pausa, educación, generosidad y saber estar, sin que, como observamos, nadie intervenga en el espacio vital de nadie. Erni, Nadye, Fanie, Putu, Carret, Sumi, el personal del homestay de Munduk, la vendedora de batiks y la del taller de telas de Yogyakarta, la gestora del hotel de Yakarta y todas esas otras personas con las que nos hemos cruzado en este viaje, tenían algo en común: su actitud, la ya mencionada.

Llegamos a París. Dos azafatas de tierra nos indican en los pasillos la dirección de nuestros pasos con su brazo y al grito, más parecido a una orden, de: Welcome to Paris! El estrés que desprenden nos pone los pies en la tierra, estamos de vuelta.

Terminan estos fabulosos días por Indonesia, este pequeño trayecto de un viaje aún mayor y del que con cariño os he intentado relatar. Volvemos con la sensación de cambio que todo viaje te da, con la de que ahora, hoy, contamos con una nueva semilla en este jardín que también somos. Quizás al principio no se vea, no se note cuando volvamos a integrarnos en el día a día del que procedemos, pero estoy convencido de que, si no es ahora, más adelante florecerá y revertirá en nuestro entorno todo lo que nos han enseñado los pasos que hemos dado.
Así que, gracias por escuchar, ahora a mí me toca callar.

Callar, escuchar, recordar.


Yakarta/Málaga, enero de 2024

 

 

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