Donald y el placer del pollo frito

Y el albor irrumpió en la oscuridad de la noche como nunca antes lo había hecho. 

El primer sol coloreaba de pálidos dorados la fría bóveda azul tornasolada y Venus resplandecía sonrosada mientras en la línea de horizonte una mácula de luz abría los párpados al fértil valle. Árboles, arbustos, ríos, lagos, seres iridiscentes de agua, tierra y aire se sacudían el sigilo de la luna e iniciaban la coreografía matutina del Todo. La vida bendecía a la vida y desde el ventanal de la habitación de maternidad Mary Anne y Fred eran testigos de aquel instante único. Abrazados, admiraban el espectáculo que Dios les traía hasta sus propiedades, toda aquella expresión munífica que ocurría dentro de sus tierras les pertenecía, solo a ellos dos, los elegidos. A la fuerza, aquel amanecer tenía que ser una señal del Creador si no cómo se explicaba. –Los elegidos… –decirlo les había provocado un largo suspiro que interrumpieron tres golpes a la puerta.

–… Dos y tres –contó Mary Anne–. Esta vez no se ha equivocado.

Entraba la matrona con un niño recién nacido envuelto en una fina toquilla tejida con hilos de oro. Sonriente, la madre, extendió magnánima sus brazos, quería sentir a su bebé en el corazón.

–Por la derecha, démelo por la derecha, que se cruza la energía y no es bueno para él.

Una vez en su regazo, el pequeño serafín sonrió y Mary Anne no pudo evitar gemir de pura complacencia. Al verla, Fred, conmovido, se acercó a los dos por la derecha y los besó en la frente antes de imprimirles la señal de la cruz con su dedo pulgar.

–Que hombrecito tan apuesto –dijo–, creo que te llamaremos Donald.

–Sí –confirmó Mary Anne con lágrimas en los ojos–. Donald, Donald Trumpp –y lo apretó contra ella. Luego, la pareja lo llevó hasta el ventanal, donde momentos antes habían presenciado el providencial amanecer. Lo izaron de cara al fértil valle y le prometieron que todo lo que se extendía bajo sus pies, y mucho más allá, algún día sería suyo.

En ese momento, volvieron a golpear tres veces en la puerta.

–…Dos y tres. Bien –respiró aliviada Mary Anne–. Qué zozobra.

Entraba el astrólogo portando sus instrumentos de medición cósmica y, tras saludar a los presentes, pidió que tumbaran al niño boca arriba sobre la cama para rodearle de ceniza, piedras, velas, agua de manantial y algún amuleto óseo. A continuación, procedió con la liturgia, de la cual vaticinó que el pequeño Donald tendría un porvenir muy venturoso. –Su hijo cambiará el mundo –anunció, –le rige una gran conjunción estelar. Al escuchar la profecía, Mary Anne y Fred se cogieron de las manos y, con orgullo no disimulado, se felicitaron.

Los años pasaron y la vida de la familia Trumpp no dejó de suceder como una dulce ensoñación. El niño crecía sano, anaranjado y vigoroso, y sus padres no salían del embeleso diario a cuenta de la permeabilidad que mostraba su infante con la educación que recibía. Porque desde muy temprano el pequeño Doni, que así le llamaban en la intimidad, ya mostraba una gran destreza tanto para dirigirse con suficiente aspereza a los sirvientes, tratar con notable desdén a los trabajadores y despreciar de sobremanera a los sindicatos, como para huir floridamente de los paparazzi y manipular con socarronería las noticias que no convenían a la reputación de sus progenitores. Paso a paso y lección a lección, Doni se fue convirtiendo en un perfecto gilipollas, en un mancebo caprichoso, ambicioso y cruel que superó todas las expectativas educativas de sus padres. Así, a los diecisiete años, a punto de cumplir la mayoría de edad, el delfín de los Trumpp ya estaba modelado convenientemente. El trabajo estaba casi terminado, solo había que desposarle para culminarlo.

Lamentablemente, esta se presentaba como una ardua tarea. Las mujeres casaderas ya no eran tan dóciles como en los días de juventud de Mary Anne y Fred. Todo lo contrario. En lugar de consagrarse a la obediencia marital, lo hacían a una rebeldía pueril cuyos lemas eran emancipación y empoderamiento, algo nada conveniente para las aspiraciones de los Trumpp.

–Las mujeres de hoy necesitan mucha mano dura –se quejaba Mary Anne.

–¿Recuerdas lo fácil que era antes, querida? –añadía entonces Fred.

Ambos sabían que dar con una postulante que reuniera la justa mezcla de resignación e inteligencia era como encontrar una aguja en un pajar. No hacía falta que amase a su hijo, claro que no, para qué. Tampoco que tuviera estudios o se le diera bien llevar una casa, eso ya lo harían otros. Sería suficiente con que tuviera dinero y supiera posar, sonreír y mantener la boca bien cerrada.

Después de un intenso casting que duró meses, por fin dieron con una. Se llamaba Evelyn Mc Gregor y era la guapa-legítima heredera del nuevo emporio porcino Mc Gregor. Tal como deseaban, parecía ser una chica bastante simple y convencional, aunque en realidad no lo fuera. Evelyn, llevaba toda su vida haciéndose pasar por tonta y procurando no suscitar el interés de nadie, salvo el de sus amigos. De esta forma sabía que podía mantener a raya, de puro aburrimiento, a la prensa del corazón y a los perniciosos cotillas, y seguir haciendo lo que le daba la gana. Por eso Fred y Mary Anne estaban tan exultantes el día de la firma del acuerdo prematrimonial, porque daban por hecho que haría lo mismo con su hijo, quedarse siempre un paso por detrás de él con tal de no llamar la atención. Pronto habría boda y dentro de unos meses, incluso, bebé, pues así lo corroboraban los análisis hormonales de Evelyn, los cuales la señalaban también como una buena productora de óvulos fecundos. Todo encajaba.

–Te lo dije, Donald, el feng shui funciona –le susurró Fred a su hijo durante la firma.

–El feng shui no, papá, los polvazos que le echo. No me vengas con milongas–.

Y así, entre firmas, galas y posados millonarios de anuncio de boda, los Trumpp y los Mc Gregor se vieron a las puertas del ansiado casamiento. 

Sin embargo, unos días antes, ya con los fastos de la boda organizados, una tormenta negra como los ojos de Tánatos se precipitó sobre la mansión de los Trumpp arrasando con todo aquello que se interpuso a su paso. Al día siguiente, en el jardín no quedaba nada en pie, nada, salvo algún árbol y los gritos de Mary Anne y Fred que no paraban de hacer llamadas telefónicas en un ir y venir frenético.

"Es una tragedia, Madeleine. El trígono Marte Saturno en luna menguante siempre trae alguna desgracia, no sé cómo no lo vi antes" le andaba diciendo por teléfono Mary Anne a su hermana en el momento que advirtió a su hijo sentado bajo uno de los pocos árboles que sobrevivieron. 

–Ahora te llamo, querida –y la colgó para ir con él–. Doni, ¿dónde te habías metido? –le preguntó sin obtener respuesta–. No estés triste, todo se solucionará, ya verás. La boda será un éxito. Te lo prometo, mi bebé, pero no estés triste.

–No estoy triste, mamá.

–Entonces, ¿a qué se deben esos morritos? Creo que será mejor que la celebremos en el castillo de Bitmore, ¿no te parece?

–Mejor no.

–Con lo que te gustaba de pequeño…

–¿Quién soy, mamá?

Y Mary Anne soltó una carcajada.

–¿Cómo que quién soy, mamá? ¿Pues quién vas a ser? Todo un cabroncente, Donald Trumpp, mii hijo, el futuro padre del heredero del imperio Trumpp-Mac Gregor... ¿Te parece poco? 

–No, mamá, yo soy algo más que todo eso.

–¿Pero qué tonterías estás diciendo?

–Y tengo que descubrirlo.

Tras dejar plantada y callada a su madre bajo el árbol, Donald entró en la mansión, llamó a Evelyn, anuló su compromiso con ella, firmó un documento en el que renunciaba a su herencia millonaria, se quitó la rica vestimenta que llevaba, se puso una túnica de lienzo de algodón, cogió un bordón y emprendió su camino interior sin fecha de retorno a pesar de los intentos desesperados que Fred y Mary Anne hicieron para retenerle. Ni las amenazas, ni las ofertas, ni las súplicas sirvieron para que recapacitara. Donald tuvo sed y fue a buscar la fuente donde beber.

Pasaron los años y aquel chico que valientemente renunció a una vida plena de éxito, poder y riqueza para conocerse mejor, se había convertido en un respetado sabio al que una gran cantidad de personas de todas partes escuchaban y seguían con devoción. Alimentado de la caridad, sin rumbo ni destino, cuando no caminaba, Donald meditaba. Y de esta manera seguía viviendo todavía en su madurez.

Empero en una ocasión, mientras cruzaba una aldea, le comunicaron que sus padres, Mary Anne y Fred, habían fallecido, así que consideró ir a su tumba en señal de respeto. La voz se corrió rápidamente, pues era la primera vez que el maestro tenía una dirección concreta. Empezó su marcha y varias semanas después llegaba acompañado de una turba de andariegos que se le fue uniendo allá por donde pasaba. Políticos, prensa, la alta alcurnia local, una banda de música, banderines de colores y flores a su paso le dieron la bienvenida; además, el alcalde había organizado un acto solemne en el que le nombrarían hijo predilecto de la ciudad. Así pues, una vez terminó la visita al mausoleo de los Trumpp, todos se dirigieron al salón de actos que, lleno hasta la bandera y con un avispero de periodistas revoloteando a los pies de la tarima, acogió el nombramiento. El regidor que, como buen regidor, olía los provechos a distancia, con la pretensión de quedar bien y sumar votos, en un alarde de genialidad le pidió a Donald que se presentara a presidente de la nación. Al oír tal propuesta los miles de personas allí congregadas rompieron en ruegos, súplicas y aleluya, gritando de modo ensordecedor. 

–Donald, presidente –coreaban al unísono–, guíanos. ¡Aleluya! 

A pesar de que toda esta muchedumbre enardecida y fuera de sí podría espantar a cualquiera por revelarse como el más oscuro de los retratos del hombre, fue precisamente esto lo que le llevó a aceptar con humildad.

El día de las elecciones llegó y, tras arrasar en las urnas, Donald Trumpp, el nuevo líder de la nación, juró su cargo el cual acompañó de las siguientes palabras:  

–El país –dijo– cambió cuando nuestros compatriotas empezaron a engordar desmesuradamente. Esta fue la primera llamada de socorro, pero también el primer paso. Queridos amigos, la felicidad no está en el exterior, en el placer del pollo frito, sino en la certidumbre de vuestro interior. Encontradla y también hallaréis la paz.

Entonces, transcurridos unos segundos de dudoso silencio, tanto los presentes como los televidentes, comenzaron a aplaudir y a aclamar sus palabras. 

Por eso –y válgame el cielo que es verdad–, unos meses más tarde de su victoria se produjo algo insólito: el mundo se había convertido en un lugar lleno de gratitud, alegría y paz.

Y colorín colorado este cuento ha terminado 

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  Elromeroenflor 

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