Taiwán: Sun Moon Lake


Hoy Chunmei se ha levantado antes de lo habitual; una preocupación involuntaria no la ha dejado dormir y es raro, muy raro, porque si algo hace bien ella es, a sus setenta y un años, descansar profundamente. A pesar de este inusual desajuste de su sosiego habitual, se ha levantado como cada día, se ha duchado, se ha puesto los pantalones y el polo, se ha servido el té y ha cogido el voluminoso llavero de la caja de madera lacada y estampada con corazones y flores de cerezo para, tras el portazo, irse a trabajar mucho antes que de costumbre. ¿Qué iba a hacer? 
Una vez en la calle, ha visto que todo estaba bien, como siempre, salvo por los puestos de souvenires y comida que a esa hora todavía seguían cerrados; no tenía nada de que preocuparse. 
—¡Buenos días Chunmei! ¡Qué temprano! ¿Es qué pasa algo? —le han preguntado al verla los vendedores que ya rondaban por allí. 
—¡Buenos días! Qué va, qué va. Es solo que no he podido dormir, cosas que pasan a veces —les ha respondido quitándole importancia. 

Unos cuantos metros después, la mujer ya se encontraba delante de la estación marítima, así que ha levantado la persiana como cada día, ha abierto la puerta y ha encendido las luces de la oficina de recepción de visitantes que, esta vez, dada la inquietud de la noche pasada, ha inspeccionado con cierto recelo. Como aquí también parecía estar todo en orden, ha continuado con el protocolo matutino de apertura. Ha conectado el hilo musical, ha descolgado el teléfono para comprobar si tenía línea, ha revisado que no hubiera huellas de dedos en las cristaleras de entrada, ha aumentado la potencia del perfumador eléctrico, ha sacado punta a los ya relucientes lápices de las encuestas, ha abierto el traductor del móvil, que ha metido en la cartuchera lateral de su cinturón, y, cuando ha terminado, se ha puesto el chaleco verde y la gorra amarilla bordada con la leyenda "Wellcome to Sun Moon Lake" antes de salir fuera a esperar, un día más, los autobuses cargados de turistas neozelandeses y japoneses. 
Y es que este momento lo disfrutaba como ninguno, le servía tanto para revisar como para contemplar aquel majestuoso paisaje frondoso y húmedo, de bambú, clavo y palmera, de altas montañas corridas en torno al gran lago que les envolvía; era el lugar que la había visto crecer a ella y a sus antepasados aborígenes. Pero, además, no solo le gustaba porque le daba la ocasión de conectar con sus raíces en la intimidad, sino porque también la llenaba de satisfacción recordar aquella película gringa: Dirty Dancing. Sobre todo por el hotel que salía en ella y que era igual que el del pueblo, el que habían construido para incentivar la economía. A pie de lago y encastrado en la soledad del bosque, ambos se parecían sospechosamente. Estaba convencida de que lo habían copiado y eso, justo eso, era lo que la llenaba de orgullo. 
—Chunmei, ¿qué haces aquí tan temprano? —le ha preguntado ahora sorprendido Charlie, el joven camarero de pronunciado tupé negro que se encargaba de la cafetería, cuando la ha visto allí tan temprano. 
—Buenos días, Yuxuan. 
—Me llamo Charlie. 
—No te llamas Charlie, te llamas Yuxuan. 
—Aquí no, Chunmei, aquí soy Charlie. Te lo he dicho ya mil veces. A los clientes les gusta más, dejan más propina. 
—Propinas, propinas... Tú lo que pasa es que ya no sabes qué inventar con tal de meterla. 

Pasado un rato, por fin ha empezado a despuntar la actividad en Sun Moon Lake y, como de costumbre, los primeros grupos de turistas han entrado a tropel en la oficina de recepción del visitante para coger las hojas con los horarios del crucero por el lago, del bus al templo de Wenwu y el mapa de senderos y escasas atracciones (casi forzadas) que podrían encontrar por el pueblo. A pesar de sus ansias de acopio, durante el tiempo que han estado, ninguno ha preguntado nada a Chunmei, pues, como de costumbre, la han ignorado. A ella esto le daba igual, estaba acostumbrada, eran demasiados años detrás de aquel mostrador tragándose la indiferencia de esos blancos que le parecían todos iguales. Sin embargo, saber que ellos actuarían de este modo no le impedía, cada vez que escuchaba el tintineo de la campanilla de la puerta, echararse la mano a la cartuchera lateral de su cinturón para desenfundar el traductor y poder usarlo con alguien que no fuera ella misma en los dos idiomas que conocía, taiwanés y mandarín. Pero nada, tampoco hoy ha habido suerte y todo ha seguido como de costumbre. Uno, dos, tres, cuarto autobuses... 
Ya con toda esperanza perdida, de pronto, la campanilla ha vuelto a tintinear y no tenía porqué hacerlo, los del último autobús acaban de partir. 
—Alguien habrá olvidado algo —ha pensando. 
Pero no, nadie había olvidado nada. Delante de ella han aparecido dos blancos con mochila, uno mediano de pelo abundante y castaño, con cara de listo, y otro alto y delgado que, a decir por la escasez de pelo, rondaría los cuarenta años. 
—Parecen perdidos —se ha dicho. Y al escucharse, al ser consciente de que acababa de decirse la palabra "perdidos" un temblor ha empezado a recorrerle las piernas mientras los ojos se le han cargado de entusiasmo y la mano se ha dirigido automáticamente a la cartuchera lateral de su cinturón, donde tenía su móvil. Sin quitarles de encima la mirada, ha seguido todos  los movimientos de estos dos extranjeros. 
—Venga, venga, venga —les ha pedido para sí, —separaos de la repisa. Los folletos están muertos, yo estoy viva. 
Entonces el más bajo, el de la cara de listo, la ha mirado y saludado —Ni hao!—, mientras caminaba hacia ella. 
Rápidamente, sus dedos, que ya rozaban la solapa de la cartuchera con las yemas, en un ágil movimiento ha desabrochado el botón, ha sacado el móvil y, con la misma maestría de un cuatrero de western, se lo ha colocado sobre la palma de la mano, activando la aplicación de traducción y preguntando "¿En qué puedo ayudarles?" en taiwanés para, a continuación , pulsar el botón blanco. Luego,  la conversación se ha prolongado algo más de dos minutos de traductor a traductor. No cabía en sí, seguro que habían sido los dioses. 
La noche siguiente, Chunmei se metió en la cama recordando cada palabra emitidas por los traductores hasta que, poco a poco,  se durmió. Nunca más, nada, le ha vuelto a perturbar el sueño. 
Fin.

Con todo nuestro cariño al pueblo de Ita Thao, en Sun Moon Lake.

Iñaki


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