Caperucita en Moscú


El otro día los medios de comunicación se hicieron eco de que el ex presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, se reunió en dependencias oficiales catalanas con Nikolay Sadovnikov, exdiplomático ruso y emisario de Wladimir Putin, un día antes de proclamar la independencia de Cataluña. El ruso le habría prometido la friolera de 500.000 millones de dólares en ayuda militar. ¿A cambio de qué? (Silencio). Afortunadamente, el ex presidente de la Generalitat rechazó el ofrecimiento, pero ¿qué hubiera pasado si lo hubiese aceptado? Una posibilidad nada descabellada si tenemos en cuenta el fervoroso culto a sus intereses particulares por el que muchos políticos se consagran y por el que dejan pisoteado, cual cucaracha, el interés general. Una práctica que de tanto repetirse, ni perturba ni abruma, pues aliena. Por eso, a continuación, os propongo un juego, una actividad creativa para que volváis a brillar por vosotros mismos. Es muy fácil, consiste en adivinar quién es quién, qué papeles representan Carles Puigdemont, Wladimir Putin, Mariano Rajoy (por aquel entonces presidente electo de España), el Estado español y el barco Piolín en el siguiente cuento y en el hipotético caso de que el ex, Puigdemont, hubiera dicho aquello de: –Ok, ruso de los coujons, suelta la pasta manque cueste una guerra.

Vamos allá:

 

Estaba Caperucita en su cuarto con las persianas a medio echar, en una penumbra suficiente para dedicarse de lleno a su pasatiempo favorito de unos años para acá, el móvil. De todos modos, salir no le apetecía, el día estaba nublado y hacía calor, la mezcla imperfecta para su ánimo al que fácilmente revolcaba la sensación plomiza que impregnaba los bosques del norte en verano. Tampoco quería ir a visitar a nadie, aunque podría, le quedaban algunos amigos. Sin embargo, todos vivían demasiado lejos, a una distancia escandalosa para su pereza, a la que había decidido mimar desde que practicaba la doctrina de Internet. –Ay, que buen invento es esto de Internet –repetía Caperucita. Era normal que lo adorara, le permitía estar sin estar y hacer casi todo lo que quería sin apenas levantarse de la cama o del sofá. Era la revolución de los vagos, que era lo mismo que decir su propia revolución por aquellas. –El que lo inventó tuvo que detestar tanto como yo el bosque, el ejercicio físico y ni decir el olor a sudor –se decía. Que nostalgia sentía de aquellos días pandémicos en los que le obligaron a quedarse en casa, del regocijo de no tener que estar bosque arriba bosque abajo cada vez que alguien contaba su historia. Estos días fueron la repanocha.

El caso es que así tumbada en la cama se encontraba Caperucita, cuando de pronto su madre la llamó dulcemente desde la cocina. –Ven tú –le respondió a gritos–, estoy ocupada. La mujer que, conociendo el carácter poltrón y encarado que con los años había echado su hija, subió sin mostrar ninguna oposición. Además, lo que tenía que pedirle debía hacerlo con el máximo tiento.

–Hija mía, ¿qué haces? –preguntó la madre con su habitual sonrisa etrusca.

–Un trabajo muy importante –mintió Caperucita cauta.

–¿Quieres que te traiga un trozo de pastel? Lo acabo de hacer.

–¿Qué quieres mamá? –atajó la niña, que conocía muy bien las engañifas de su madre.

–Nada, solamente saber si quieres un trozo de tarta –disimuló con voz engolada.

–Venga ya mamá, ¿a quién vas a engañar?

–Ains, como me conoce mi niña bonita. Ven que te de un beso. Anda, ven que te abrace…

–¡Quita! –protestó apartando a la madre de un manotazo–. Uf, me agotas. Me falta el aire. Di ya a lo que has venido o déjame que siga con mis cosas.

–Ay, hija... La abuela –tomó aire–… La abuela está enferma.

–¿Y? –le interrumpió fríamente la niña.

–Que hay que llevarle un poco de comida caliente, ya sabes.

–¿Y? –rechinaron ahora sus dientes.

–Que yo no puedo, ya sabes. Tengo que ir a trabajar, mi amor.

–Pues llévaselo cuando salgas, ¿no te jode?

–Cariño mío, si no podemos, ya sabes... ¿Qué vamos a dejar todo el día sin comer a la abuelita?

–No creo que se vaya a morir… Aunque, por otro lado, ojalá.

–Han abierto el cuento otra vez. ¿Qué quieres que hagamos?

–Cambiar el cuento.

–No podemos.

–¿No podéis o no queréis?

–Ay corazón, no me vas a dejar otra salida que hacer lo que nos dijo el psicoanalista. ¿Y no quieres que corte la electricidad y me lleve los plomos conmigo? ¿Verdad?

–¡Joder, mamá! ¡Estoy harta de vivir en esta prisión! –explotó la niña.

Así que Caperucita, a su pesar, y por imperativo narrativo, se vio una vez más arrastrando los pies hasta casa de la vieja con una caperuza roja en pleno verano y una cesta amarilla llena de mosquitos y comida que, para colmo, le pesaba un quintal. El cabreo que llevaba era monumental. No solo porque algún capullo desalmado, al leer el cuento, la volvía a sacar de su benigno ensimismamiento en la red, sino porque se sentía impotente ante un designio que, previsible, pueril y sin sorpresas, la ataba a las vidas de su madre y de su abuela. La ciega obediencia y el afán de las dos mujeres por perdurar manteniendo el status quo en el mundo de los cuentos frustraba todos los intentos por alcanzar su libertad e independencia, de salirse definitivamente del perverso plan que esos cabrones de los Grimm pensaron un día para ella, ya hacía más de doscientos años. –Tengo que salir de aquí –mascullaba mohína sin despegar los ojos de la pantalla del móvil –, tengo que salir de aquí. Me desintegro en esta ficción.   

A todo esto, un momento después en el que Caperucita hizo una pausa para pensarse si dar o no un like a una cuenta sobre setas venenosas, apareció el lobo.

–¿Dónde vas, Caperucita?

–Déjate de monsergas, Wlady –que así llamaba al lobo en confianza–, hoy no tengo el día para protocolos. Vamos al ajo, dime lo del camino ya, que cuanto antes nos saquen de tu estómago antes podremos volver a casa.

–Uy, uy, uy, uy, uyyyyyyy, como está hoy Caperucita…

–Que arde, está que arde. Así que no me toques las ansiedades que lo mismo la que te come esta vez soy yo… No puedo más, Wlady.

Y Caperucita se desmoronó y rompió a llorar desconsoladamente sobre una piedra con forma de chaiselongue (léase cheslón). El lobo al verla y oír la historia que con angustia relataba la joven, no desaprovechó la ocasión para recordarle que en él tenía, además de un amigo, un camarada, un aliado que, como ella, también quería cambiar el injusto devenir por el cual siempre llevaba las de perder siendo destripado. –¿Sabes cómo me siento de infravalorado, sabes cómo tengo el pellejo de la barriga de tanta sutura? –se lamentó.

Así que los dos, al cabo de una buena charla de camino a casa de la abuela, se asociaron en secreto y acordaron una estrategia para salirse de la literalidad del cuento y poder decidir, definitivamente, acerca de su propio destino. 

En aquel cenáculo histórico, los puntos convenidos fueron los siguientes:

Uno: Caperucita, no haría nada para impedir que el lobo se comiera a la abuela, ayudándole si fuera necesario en caso de que la vieja lo pusiera difícil.

Dos: cuando le llegara el turno de ser engullida, callaría y no gritaría para que el leñador no fuera a liberarlas. –Liberarnos, ¡ja! –interrumpió la niña –encima con sarcasmitos.

Tres: el mismo lobo regurgitaría a Caperucita entre los setos, a escondidas del lector. A la abuela, por el contrario, la dejaría dentro en proceso de digestión.

Cuatro: sería el punto donde acabar con el leñador, el cual estaría aguardando la señal de Caperucita para ir a rajar al lobo. Ahora la niña sí que gritaría con los mismos pulmones de siempre, pero, para sorpresa del madero, los dos le acecharían en un arbusto y se abalanzarían sobre él cuando estuviera suficientemente cerca.

Cinco: sin el leñador en escena, ambos se dirigirían a casa de Caperucita. Allí, esta abriría la cancela al lobo para que entrara y esperara a que llegara la madre del trabajo. Entretanto, los dos se acomodarían y tranquilamente se tomarían el delicioso pastel que había hecho la mujer horas antes para persuadirla. Además, entre una cosa y otra, aprovecharían para hacer las maletas.

Seis: finalmente, y ya con todos los personajes quitados de en medio, cada uno tiraría por su lado. Al fin serían libres. Después, no se volverían a ver nunca más ni tampoco pronunciarían sus nombres, destruirían cualquier prueba de los hechos y, lo más importante, harían oídos sordos a la llamada de todo lector por pesado que se pusiera. De este modo, la memoria colectiva iría olvidándose de ellos hasta hacerlos desaparecer. Para eso pasarían algunos años, sí, pero cuando llegara este momento habrían alcanzado su plena y anhelada independencia.

–No sé escribir –se quejó el cánido.

–Qué más da, para lo que te sirve –refunfuñó Caperucita. –Imprime aquí tu huella y ya está.

Los dos habían firmado un documento privado que les comprometía.

Todo salió a la perfección. Tan bien que, incluso, la niña recuperó la color de las mejillas y el vigor de antaño. Lo habían conseguido, eran libres desde el mismo momento en el que el lobo le arrancó la cabeza a la madre.

Al principio, como es normal, Caperucita recelaba de Wlady y se mantuvo al quite, pero viendo que el plan se iba cumpliendo  rigurosamente punto por punto y que la fiera, entusiasmada como ella, se había transformado en corderito, se fue confiando. Pero ay, ay de la desdichada que en el hervor del frenesí eludió que quien se fía de un lobo, entre sus dientes muere. Y justo eso fue lo que pasó. Tan solo un minuto después de que Caperucita proclamara a viva voz su libertad, el amigo Wlady, su aliado, de un bocado la engulló y ni de la caperuza roja ni del Smartphone vestigio alguno quedó.

Así es, queridos amigos, el astuto lobo había utilizado a la pequeña imprudente para lograr su propósito. A partir de ahora se podría meter en todos los cuentos que le diera la gana dando rienda suelta a su voraz protagonismo sin freno ni obstáculo. Y como nadie le esperaba, a todos los personajes sorprendió. Empezó con los tres cerditos, que era a los que más rencor guardaba, luego fue a por los cabritillos y a continuación a por Blancanieves pues, aunque nada tenía que ver con su cuento, le parecía una cursi insufrible. Al final no dejó títere con cabeza y cuando ya no había más cuentos que invadir, más personajes que tragar, ni más historias que protagonizar bajo un árbol se tumbó y con retintín exclamó: –Ahora, por fin, solo hay un cuento que contar, el mío.

Y colorín colorado, este cuento ha acabado.

                                                                                                                                              Elromeroenflor

 

Soluciones: Caperucita, Carles Puigdemont; Lobo, Wladimir Putin; Madre, Mariano Rajoy; Abuela, Estado español; Leñador, el barco Piolín.


 


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