Un día de sol

El sol, que atravesaba el cristal de la ventana de su dormitorio, le despertó calentándole primero la nariz y luego la frente. –Sol y hoy libro –pensó con pereza al bostezar –por fin. Y en dos movimientos continuos, casi coreográficos, se desperezó y se encogió abrazándose a la almohada para, inmóvil, recoger todo el calor posible. El cielo de los meses pasados había estado completamente encapotado y el único sol que se asomó durante este tiempo lo hizo por la pantalla del ordenador o por los carteles de las salas de bronceado. –Hoy no me levanto –fue lo segundo que se dijo –tengo todo el día para mí.

 

En la calle no se escuchaba nada, ni gente, ni pájaros, ni tráfico. Solo silencio. Quizás porque en ese momento sus vecinos se estaban entregando al mismo placer que él. –Desde luego no estaría mal –sonrió. Pero si hubiera sido así, al menos, se habría escuchado algún gorrión trinar de felicidad y tampoco era el caso. ¿Entonces qué? Tal vez se encontraba dentro de su propio sueño, un sueño en el que todos habían desaparecido, como en aquella película que vio una vez, la que sucedía en Londres. –¿Cómo se llamaba?  –intentó recordar. Por eso estaría soñando aquello. Porque por alguna razón se le habría quedado colgado el residuo de un fotograma en sus neuronas. A saber. De todos modos, fuera lo que fuere el motivo de aquel mutismo, un sueño o no, no iba a incorporarse para comprobarlo. No quería interrumpir aquel plácido momento que le daba la sensación de irse tostando suavemente. Y así entró en un duermo ligero hasta que uno de sus propios ronquidos le sobresaltó y despertó. –Joder –se quejó. Volvió a bostezar, esta vez estirándose con toda la elasticidad que sus músculos alcanzaban, se sentó en la cama, miró por la ventana y vio como algunas personas y coches circulaban por la calle. 


–Qué pena. En fin, al menos hoy hay sol. 


El frío de la habitación contrastaba con el calor del cristal que tocaba con los dedos de sus manos. No fue esto lo que le hizo tiritar. 


Ya sentado en el borde de la cama, cogió el móvil del suelo, se levantó, bostezó una última vez y abrió la aplicación de los mensajes: su madre, su hermana, dos grupos de compañeros y tres amigos le habían escrito. Después les contestaría, mientras se tomaba el café. Bueno, café, lo que se dice café no porque no había, se tomaría una especie de sucedáneo. –Algo es algo –se resignó –al menos hoy hay sol. No había echado todavía el polvo terroso de color marrón en la taza cuando un amigo le llamó para proponerle salir. Al rato ya estaba en la calle aseado y con muchas ganas de pasear bajo aquel sol tregua del invierno. Caminaría sin rumbo por sus sitios favoritos después de encontrarse con su amigo y otros más en la plaza de la Libertad, que era donde habían quedado de forma espontánea. Hasta allí fue. 


–Llegas tarde –le recriminó uno de ellos al darle un abrazo. 

–Solo unos minutos. He tenido que dar un rodeo. Además, el sol… 

–Eres un romántico. No sé cómo sigues vivo. ¿Te has traído las banderas?


Nada más verse se pusieron a hacer planes para el día, para cuando terminara la concentración. No podrían ir a todos los sitios que les gustaría, pero se conformaban con los que les quedaban. Poco a poco, fueron llegando más conocidos, algunos con sus hijos, otros con sus parejas, otros solos y también con sus bastones; todos llevaban banderas. Su hermana y su madre también estaban allí, le habían traído unas pocas de galletas que se comió rápidamente con su sobrino. Al cabo de unos minutos dejaron de llegar más personas. Eran los que eran. Y aunque juntos formaban un grupo no muy numeroso, los huecos que quedaban estaban llenos de valentía. 


A esa hora el sol seguía brillando sobre un cielo azul sin atisbo de nubes. Los más jóvenes bromeaban, los niños corrían, los ancianos observaban y las banderas ondeaban. Celebraban un día radiante que les había animado a reunirse en aquella plaza. La idea había corrido por las redes y nadie se negó, él tampoco. Se sentía bien. Viéndole nadie se creería que días antes su ciudad había sido un infierno. Pero ya no importaba. La vida, de nuevo, se le revelaba preciosa allí mismo, en aquella plaza de la Libertad. Quizás fue por lo que se atrevió a gritar “iros a casa” y por lo que los demás, al escucharlo, le siguieron al unísono de tal forma que, entre todas las voces, lograron mecer la plaza. Entonces, desde la nada, surgió un proyectil que impactó contra el suelo, luego otro y otro. Sin embargo, nadie se movió ni tampoco calló. Al contrario, “iros a casa” resonó con más fuerza, probablemente tanta como los cantos que acompañaron a Moisés a través del Mar Rojo. De pronto, una lluvia de disparos y granadas cubrió el cielo, una tormenta que se precipitó sobre sus cabezas sin ninguna compasión. Y así todo se nubló en la huida desesperada y en el intento de esquivar disparos y explosiones. Todo se nubló, también sus ojos, que no volvieron a ver nunca más el sol. 


*Hace unos días un pequeño grupo de civiles ucranianos de todas las edades se congregaron en la plaza de la Libertad, en la ciudad ocupada por el ejército ruso de Jerson. La manifestación pacífica fue disuelta con ráfagas de metralletas y explosiones de granadas. Por suerte no hubo muertos, solo heridos. 


Evidentemente este relato es ficción. Aún así, “él” podría haber sido uno de los civiles que aquel día, en aquel lugar, fueron a manifestarse pacíficamente. Podría haber sido porque, sencillamente, así es en la Rusia de Putin. 


Elromeroenflor

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