El pastorcillo mentiroso

El pastorcillo mentiroso

Me pregunto si los padres de hoy seguirán contando cuentos clásicos a sus hijos como se hacía antes de que internet llegara a nuestras costas y nos colonizara con la gratificación permanente del posibilismo. A veces da la impresión de que no. Desde luego sería una pena que esta buena práctica se haya perdido entre tanto navegar y navegar por mares virtuales de posibilidad; que a los más pequeños se les haya privado de esta herramienta tan útil para construir el mapa de un mundo por el que, años más tarde, sí o sí habrán de transitar.

A estos clásicos pertenece, entre otros, El pastor mentiroso. Ya sabéis, la fábula de Esopo en la que se narra la historia de un joven que se divertía atemorizando a sus vecinos mientras cuidaba del ganado. –¡Socorro! ¡Qué viene el lobo! –gritaba desde las más ventajosas de las cumbres y los más privilegiados de los peñascos para poder ver a los aldeanos subir presurosos, armados de valor y aterrados (valga el oxímoron); dispuestos a evitar el peor de los males, la pérdida de su ganado. –¡Era broma! –les decía, entonces, tronchado, una vez estos habían llegado.

Que buenos ratos pasó así el pastorcillo y qué jolgorio le hubiera sido la vida si el mismo día en el que sus vecinos le dejaron de hacer caso, no hubiera aparecido el lobo. Pero lo hizo. –¡Ay de mí! ¡Ay, pobres cabras; ay pobre pastor! –se lamentaba el narrador–. La carnicería que allí se montó no fue fatua. No quedó caprino con cabeza ni dueño con benevolencia. Una a una las cuadrúpedas cayeron degolladas como los días alegres del lenguaraz y atolondrado rabadán.

Y así, más o menos, terminaba la fábula. Todo quedaba claro y sin necesidad de una segunda temporada. Porque, aunque no figurara explícitamente en el relato, se entendía que el pastorcillo tendría que asumir las consecuencias de sus actos, de la irresponsabilidad de sus embustes, acatando el escarmiento que los vecinos le impusieran. Escarmiento que, por otro lado, le serviría de peaje, de paso definitivo a la madurez.

Es por eso por lo que sospecho que la costumbre de contar cuentos se ha perdido, pues parece que sus saberes, como el de El pastor mentiroso, ya no forman parte del relato de la calle ni de los despachos. Esta historia agoniza con sus certezas, a tenor de un panorama en el que cada vez más ciudadanos y políticos prefieren no medir ni asumir la dimensión de sus actos y optan por negar o tergiversar la realidad caiga quien caiga. No sería de extrañar, pues, que si a uno de estos les diera por leer en voz alta el cuento de El pastorcillo mentiroso para hacerse un montaje vintage en Tik-Tok, concluiría con algo así:

“Entonces, viendo el pastor a sus vecinos empapados con la sangre de sus animales, llorar e implorar clemencia a los cielos, les dijo: –Anda, anda, no seáis tan exagerados que tampoco es para tanto. ¿Qué son cien cabras? Además, esto no habría pasado si hubierais subido al monte cuando os he avisado. La culpa de todo esto es solo vuestra, de nadie más. Llorad, ahora llorad. –Y así, tras meter la flauta en su zurrón, dio media vuelta y se marchó silbando ladera abajo. Colorín colorado este cuento se ha terminado.”

Elromeroenflor

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