Un verano de Whatsapp por el sur de Italia: IV. Nápoles

Y por fin llegamos a Nápoles.

Oh, Nápoles, tú Nápoles, la mítica Nápoles. La “nueva polis” que tantos caminos griegos abrió desde la isla Ischia. Qué si Roma es eterna, tú infinita. ¿Cómo contarte? ¿Cómo cantarte, si tanto te admiro como aborrezco? ¿Si tanto me contrarías como clarificas? ¿Si eres convergencia de armonía y caos, de inmundicia y exquisitez, de vitalidad extrema y de muerte? Que ciudad tan febril y difícil de definir, tan rupturista y equilibrada en sus contrastes extremos. 

 

Napule o Napoli, como aquí se la llama, es una de las ciudades más pobladas de Italia. Controlada por la Camorra, cuenta con una alta tasa de desempleo y un importante pellizco de su PIB depende de la economía sumergida. Desde el tiempo de los virreyes españoles, allá por los siglos XVII y XVIII, el vandalismo, el clientelismo y el contrabando son problemas endémicos y se ve. Por otra parte, su presente también comprende el rico desarrollo cultural que, como el de las urbes más importantes del Mediterráneo, legaron griegos, romanos, bizantinos, normandos, franceses, austriacos o españoles; su localización geográfica y las características de su bahía fueron propicias para convertirla en puerto principal para la historia del mundo. De todo ello aún se conservan grandes edificios que atestiguan tan distinguidas y sustanciales épocas, sobre todo la de los años del Barroco, cuando la ciudad vivió su mayor esplendor y lo que le ha valido para que la UNESCO haya declarado su centro histórico Patrimonio de la Humanidad. No le falta razón. 

 

Así que, con menuda introducción, el espíritu propio de dos jovencitos en su primer viaje y una agenda llena de actividades alcanzamos Nápoles, la cual se extiende como una mancha a los pies del Vesubio. El camino ha sido entretenido y divertido desde Matera hasta aquí y, atravesando bosques, hemos pasados por la opulenta Costa amalfitana. Pero al apearnos del bus la primera impresión que recibimos de Nápoles nos derrite el helado de tres bolas que ha ido formando la ilusión a lo largo del trayecto. ¿Cómo puede ser que la basura se haya apoderado de la ciudad? Tal que en perpetua huelga de limpieza, los residuos se esparcen por todas partes, las bolsas llenas de restos se amontonan y desamontonan en cualquier apoyo, los papeles y plásticos vuelan libres azuzados por el viento; además, un tufo a descomposición impregna el aire, hace demasiado calor. Entre porquerías, cada vez más crispados avanzamos hasta el hostal que está en el barrio de la Sanité, vaya sarcasmo, porque aquí lo visto se multiplica por dos. Ahora hay más basura, más descomposición, más miseria y más decrepitud. La mugre decora profusamente los viejos edificios, no obstante, de vez en cuando, de entre ella, sobresale la majestuosidad de algún palacio y esto hace latir una pequeña esperanza.

Sanité. Al poner el pie aquí no te imaginas que sea el barrio de las catacumbas romanas y de los primeros cristianos. El lugar al que vinieran a construir sus palacios barrocos tantas fortunas atraídas por eso de la santidad de las sepulturas; tampoco la milla de oro de la iglesia católica que cobraba cantidades ingentes a todo el que quisiera emparedar o inhumar su cuerpo cerca del beato del lugar, garantizándole así una sacrosanta putrefacción a la eternidad. Parece mentira que hoy esté así, este enclave de arcaicos hipogeos que propició que templos católicos de todos los tamaños y formas crecieran como en campo de champiñones, uno junto a otro casi robándose el espacio; que, incluso, se levantara un día la leprosería debido a su ambiente puro y limpio. Da igual que sea la meca de los admiradores de Toto, gran cómico del Neorrealismo italiano que entre sus calles nació porque, al final, hoy la Sanité, baluarte de la Camorra, se descompone como los muertos que aún quedan bajo su suelo. Será que la parca está demasiado presente en él. Por sus calles nadie transcurre sin rendir cuentas. Tampoco nosotros, los guiris que acabamos aquí.

 

A pesar de este zarandeo y un registro en el hostal muy a la napolitana (es decir, ruidoso, confuso pero amistoso y con una subida de hombros en señal de resignación) no cedemos y nos entregamos a los rumbos que nos abren los desperdicios y la roña con la esperanza de que en algún momento desaparezcan y surja, como en el nacimiento de Venus de Botticelli, la tímida belleza. Tomamos la vía Toledo y la descendemos. No sé cuándo, pero sé que en algún lugar de nuestro viaje hemos visto pintada en una barca la palabra “serendipia”. Recurro a la imagen y repito: serendipia, serendipia, serendipia mientras bajamos. En ese momento es el único consuelo.

Primera pizza y primer café, dos de los grandes placeres de Nápoles. El primer día va pasando y se puede intuir que existe algo más allá de la suciedad, pero de momento se niega a mostrarse. Hay que seguir esperando.

 

A la mañana siguiente vamos al Museo de Arqueología, palacio renacentista concebido en su construcción como sede de la Universidad de Nápoles y, en la actualidad, donde se encuentran muchas de las pinturas extraídas de los muros de Pompeya y la mayoría de las esculturas de la Colección Farnesio la cual empezó Paulo III, antes cardenal Alejandro de Farnesio, a mediados del siglo XVI a raíz de unas figuras encontradas en las Termas de Caracalla en Roma. Este descubrimiento no fue cosa de poca monta, al contrario, pues sirvió para iniciar una tradición familiar en la que no solo gustaba financiar excavaciones arqueológicas, sino también comprar piezas y pujar a degüello por lotes completos de otras familias con el único objetivo de poseer la mayor y mejor colección de obras de arte de la Antigüedad. Era la moda, la estética del poder. Sin embargo, no fue hasta el siglo XVIII cuando Isabel de Farnesio, mujer de armas tomar, segunda esposa de Felipe V (primer rey Borbón) y madre de Carlos III (aquel apodado cariñosamente “el mejor alcalde de Madrid”, que antes de reinar en España lo hizo en Nápoles) quien maniobrara junto a su hijo para trasladar de Roma y Parma a Nápoles el basto legado familiar de obras reunidas durante generaciones. Por eso, más allá de los embrollos de la corte, en los días que Carlos III administró Nápoles, ambos se ocuparon de engendrar un museo que, acorde con la grandeza del acopio artístico, le diera noble albergo. Así, comenzaron las obras del Palacio de Capodimonte, lugar que, por los aires de los acontecimientos, finalmente nunca acogió la colección completa y tuvo que compartir su exhibición con el museo de Arqueología de Nápoles. El tesoro de los Farnesio nunca ha podido estar junto en un solo lugar, efectivamente, pero, al menos, conserva el privilegio de ser una de las colecciones del Renacimiento, la Antigua Grecia y Roma más importantes del mundo, tanto por la extensión como por la calidad de sus obras.

Y empujado por las ganas de seguir conociendo la Colección Farnesio, claro, en otra jornada fuimos a visitar el enorme Palacio Capodimonte. Hoy de titularidad pública, aquí también se puede disfrutar de otra parte de ella, sobre todo de la correspondiente a pintura renacentista y barroca. Están expuestas junto a otras compilaciones de renombre, como la de los Borgia, y son a cada cual más opípara pues todas cuentan con una cantidad tal de cuadros que devoran las paredes del museo. Rafael, Tiziano, Brueghel el Viejo, El Greco, Caravaggio, Ribera, Luca Giordano o, de pronto, Andy Warhol (como no) son algunos de los nombres más conocidos que recorren las numerosas salas junto a un abundante repertorio mobiliario y de artes decorativas que le dejan a uno exhausto de tanta destreza y detalle.

Al cabo de un buen rato salimos del palacio. Se ha hecho tarde. Como cada día, los cláxones de las motos y los coches continúan marcando el orden del tráfico y del ritmo de la ciudad hasta bien entrada la noche. En Nápoles, en agosto, la vida nunca termina, la noche ofrece toda su oscuridad hasta el final. Pese a ello, cada día nos acostamos temprano, no por ser chicos buenos, que no los somos, sino por puro agotamiento o porque tenemos planes de madrugar como es el caso de mañana que vamos a Pompeya.

 

-¡Portafortuna, portafortuna!-, grita un vendedor enjuto y cárdeno de abanicos. Estamos en el viejo tren de la Circumvesuviana, el que recorre la Costa amalfitana y que normalmente, al igual que hoy, va atestado de turistas. La mayoría nos dirigimos a Pompeya o Sorrento, muy pocos a las estaciones intermedias. -Portafortuna!-, sigue gritando el vendedor aplastando a la gente dentro del vagón.

Pompeya es el esqueleto de una gigante ballena varada, también una experiencia directa, un cara a cara, con la Historia. Cuando uno viaja hasta allí por primera vez piensa que va a encontrar el vestigio de la vida cotidiana tal como quedó después de ser sepultada por las cenizas del Vesubio. Pero no, nada de eso. Lo que uno encuentra cuando llega son los huesos, el esqueleto, de la ciudad que fue y que se extiende despojada e inerte igual que el esqueleto de una ballena varada. Porque desde el siglo XVIII todo ha sido removido, expoliado y llevado a colecciones privadas y museos. Y tanto las vasijas de barro cocido como las figuras humanas petrificadas que allí todavía se ven, se encuentran en las vitrinas de alguna sala preparada para tal fin. Esculturas, ninguna salvo un par de incorporaciones modernas. Sin embargo, sí se conserva el armazón y restos de algunos templos, edificios administrativos, locales comerciales, casas, villas patricias y calles que un día trazaron el mapa de la famosa ciudad romana. También los interesantes y vivaces frescos de sus muros que hasta ahora no han sido arrancados, los cuales conmemoran, decoran, anuncian o se encomiendan a alguna deidad. Los mosaicos geométricos, vegetales, fabulosos o amenazantes que teselan “cuidado con el perro”. Las fuentes, los pasos de cebra, los mostradores de las tabernas y tiendas, las pollas labradas o pintadas donde menos te lo esperas o el paseo que te das junto a tu imaginación que camina de adoquín en adoquín hasta, por ejemplo, el lupanar.

Pompeya es uno de los lugares por los que hay que pasear, al menos, una vez en la vida. Como sucedía en Matera, el tropel de turistas no es ninguna excusa para no dejarse llevar y, entretanto, esperar a que caiga la tarde. Es en este momento de silencio cálido y dorado cuando en la ciudad vaciada se revive su tragedia, cuando el crepúsculo tiñe los muros de final y recuerda a todo viandante que el desenlace de su vida no es diferente al de ella: inesperadamente desaparece de un plumazo, sin más. Y entonces del interior de los muros suenan las voces de sus fantasmas, que parece que aún se lamentan.

 

Los días de Nápoles van pasando rápido de pizza en pizza, de café en café, de desperdicio en desperdicio y de perla en perla en este mar de hoy, y nos vemos obligados a ir anulando muchos de los planes que hicimos al principio ya que somos conscientes de que aquí hay que venir con tiempo y atemperados. Es una pena porque ya nos sentimos integrados: al igual que la prodigiosa facultad que tiene el ojo para adaptarse a la luz, nuestro juicio también se ha adaptado a la inmundicia. Poco a poco ha ido desapareciendo, no del paisaje, sino de la impresión. La basura se ha convertido en un elemento decorativo más, en una especie de barroco prolongado. Eso sí, salvo en los barrios más pudientes. Aquí no hay que adaptarse, es el único lugar donde los servicios de limpieza mantienen a todo rico visitante en su zona de confort o contento a todo capo.

 

Suena el despertador, la señal de abandonar Nápoles. Y así hacemos. Cambiamos de marco. Dejamos el sur por el norte. El ocre por el verdor de Udine y Venecia, aunque esto ya es otro cantar. Además, para qué decir de Venecia, si nada de lo que se lee acierta con lo que uno siente cuando la besa.

 

Buen viaje a todos.

Elromeroenflor, verano de 2021

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