Un verano de Whatsapp por el sur de Italia: II. Lecce

Somos varios los que hacemos cola en el acantilado; niños, jóvenes y no tan jóvenes queremos volar y caer al mar. Entonces llega un chico guapo, de unos veintisiete años, musculado de gimnasio y depilado, con bañador tipo slip que se ciñe mucho a sus redondeces traseras y delanteras. Ya le toca. Salta con los brazos extendidos hacia delante y el cuerpo firme; como un martín pescador se adentra de cabeza en el mar. Viéndolo, de pie y boquiabierto, el chico gordito de unos diez años que esperaba tras él musita embelesado:         -Bellisimo! - Maravilloso! -exclamo yo. Acabo de entender qué es la Gran Belleza, este retrato que Paolo Sorrentino hizo de la sociedad italiana en su película con el mismo nombre. Italia se construye y encuentra a sí misma en la apariencia de las formas. Es su absurdo, su esencia barroca.

Atrás queda Bari, atrás sus altares y supersticiones, sus arcos y murallas, las manos de las mujeres haciendo pasta, los cajones de tomates secos, el griterío vivo, el gesto melodramático, el pequeño caos tan bien orquestado. Allí quedan también el guapo y el chiquillo del acantilado.

 Ya estamos en Lecce, ciudad principal de la región del Salento, la más austral del tacón y la única de esta parte que formó parte de la Magna Grecia, pero de aquel entonces casi nada queda salvo los restos expuestos en los museos y en la lengua. Además de los primeros pobladores hasta que se unificó el país en el siglo XIX, por aquí pasaron griegos, romanos, bizantinos, normandos, suevos, franceses, sarracenos, aragoneses y españoles. Un trajín de ires y venires históricos cuya lectura te deja exhausto.

La ciudad de Lecce poco tiene que ver con la de Bari a pesar de su proximidad. Conocida como la pequeña Florencia, el centro histórico es una amplia ciudad señorial, equilibrada en su trazado y con cuantiosos y suntuosos palacios e iglesias renacentistas y del denominado barroco leccense, que viene a ser algo así como un plateresco aumentado en cuanto a sus relieves; la escultura vuelta parte indivisible de la arquitectura. Pero Lecce también cuenta con una ciudad más allá del perímetro monumental, la cual tiene también un trazado bastante ordenado. En conjunto, una hermosa y rica ciudad, eso sí, llena de turistas que, como la marea, te arrastra por las calles principales.

A pesar de que aquí casi todo está programado y tiene mucho de itinerario turístico y de parque de atracciones con sus correspondientes tiendas de souvenirs y restaurantes, vale la pena visitarla porque, además, cuando te sales de la ruta oficial, encuentras otra monumentalidad anónima que muestra su deterioro sin vergüenzas. En estas calles se ve pasar a pocos turistas, sólo a gatos y al silencio: el marco ideal para entender la ciudad.

Lecce creció de forma tan esplendorosa durante los siglos XVI y XVII porque, aunque no da directamente al mar, traza una línea recta con él. Ya con cierta importancia en la zona, su época dorada la vivió a partir de que se adhiriera al Reino de Nápoles, pues fomentó que muchos comerciantes se asentaran aquí para dirigir sus negocios con Oriente. Surgió, entonces, un tiempo floreciente de dinero, influencias y poder que, como no podría ser de otro modo, inmediatamente atrajo la atención de la iglesia católica que acudió como moscas a la miel para celebrar la Santísima Trinidad: dinero, influencias y poder.

Viendo tanta prodigalidad uno no puede dejar de pensar en las juergas que aquí se tuvieron que correr comerciantes, banqueros, iglesia y nobleza.

Al día siguiente tomamos un bus para Otranto, ciudad portuaria al sur de Lecce, también fortificada y enriquecida por las mismas circunstancias, es decir, el valor portuario. Vamos atraídos por su pasado histórico que rivaliza con Lecce. También por sus playas, ya que en todas las guías y foros de Internet la tildan de El Caribe italiano (ay las guías y los foros de Internet, sin duda, merecen un capítulo a parte... ). Preconcebidos hasta las cejas, atracados de lecturas, al llegar a Otranto la decepción se cierne sobre nosotros.

Sí en nuestro día a día abundan los ejemplos de cómo la estupidez humana toca techo, Otranto es claramente uno de esos techos. Mientras que Giovinazo nos ofrecía la cara más amable del ser humano retozando como foquitas en el mar, aquí encontramos una de sus más absurda. Una lástima, con ese nombre tan novelesco que tiene la ciudad y que, además, comparte con el canal que separa Albania e Italia.

Otranto es como querer construir una escalera con la que alcanzar la luna. Sin playa, se ofrece como un destino turístico de sol y playa para la masa que actúa como su la hubiera.

Así que, bajo el canicular calor de agosto, a cuarenta graditos de nada, llegamos a un pueblo donde las estrechas calles de su pequeño centro histórico amurallado son inapreciables debido a los miles de artículos chinos que sobresalen de las puertas. Sin dejarnos vencer por el desánimo, en una pantomima de optimismo, nos empeñamos en descubrir un pasado que desaparece en la temporada veraniega. En este momento somos tan ingenuos como un par de guiris intentando dar con el pasado medieval de la Plaza de los Naranjos de Marbella en una tarde del mes de agosto. Nos movemos como dos peonzas chocando con gente, flotadores, chanclas y ceniceros.

Al cabo de no sé cuánto tiempo después desistimos, asumimos la realidad y vamos a lo que en este lugar se conoce como playa, que es un trozo de arena sucia junto a la salida de un arroyo invadido de toallas, chiringuitos de lujo, sombrillas, hamacas, barcos y agua contaminada. Eso sí, como ya he dicho, la masa actúa como sí verdaderamente estuviera en El Caribe italiano; todos sonríen, y mucho, a la gran belleza.

Un baño en el épico Mar Adriático, más para aplacar a la fiera que nos ruge por dentro que para el recreo, y pronto de vuelta. ¡Qué alivio! De nuevo en Lecce, donde el aperitivo de la tarde todo lo calma y endulza. También el mal sabor de boca que nos ha dejado la calamidad del paisaje: al igual que un bosque invernal de árboles caducos, centenares, miles de olivos se retuercen sin hojas. Están muertos, secados por la bacteria Xylella Fastidiosa. Nada se puede hacer contra ella, el olivo, salvo el de tipo Leccino, no la tolera. Razones genéticas. Desgarradora visión. Pobres árboles, pobres agricultores, pobres empresarios, pobre región del Salento. ¡Qué ruina! ¡Qué la Ciencia les asista! Columnas de humo nos anuncian a lo largo del viaje que allí esperan a ser cremados los que un día trajeron la abundancia a esta tierra. Es para lo que han quedado. El aperitivo de la tarde todo lo calma y endulza.

Aún nos queda un pueblo que visitar en esta zona, pero después de la decepción veraniega de Otranto no sabemos qué hacer y si mejor dejarlo para la improvisación. Pero al día siguiente, renovados los ánimos, decidimos ir al lugar en cuestión. Se llama Gallipoli, nombre de origen griego que viene a significar algo así como ciudad bella. Porque además de los nombres de algunas ciudades, en la región aún perdura el griego salentino, una variedad lingüística derivada de la lengua helena.

Así que Gallipoli, con una manifiesta historia de civilizaciones mediterráneas en su haber, refleja la riqueza amasada durante siglos gracias a la exportación de jabón, tabaco y, sobre todo, aceite lampero. Poco a poco, según nos vamos adentrando, va menguando el escepticismo inicial al comprobar que ciertamente la ciudad hace honor a su nombre. Hay turismo de masas, sí, pero a los vecinos no parece afectarles lo más mínimo. Organizan sus vidas como si los apartamentos turísticos y el molesto ruido de los tróleres no existieran;  por sus calles fluye una sencillez semejante a la que hemos conocido en Bari. Eso sí, la playa sigue siendo un boquete infecto junto al puerto...  El Caribe italiano. Supongo que habrá que alejarse bastante para encontrarlo.

Volvemos en el tren a Lecce. Nos preparamos para la siguiente etapa de nuestro viaje.

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