Un verano de Whatsapp por el sur de Italia: I. Bari y alrededores

La pintura representa a Hércules hablando con Hipólita, reina de las Amazonas, cuando la intentaba persuadir para quedarse con su cinturón. Este era famoso por su gran belleza y riqueza, de ahí que conseguirlo fuera uno de los doce trabajos del mítico héroe. El fragmento cerámico pertenece a una vasija griega del museo arqueológico de Bari, en el sur de Italia, capital de la Apulia junto al mar Adriático, la región que se inscribe en el tacón de la bota que hoy es Italia y en la que pasamos unos días.

Llegamos el martes, pero no es hasta ahora cuando se da el momento para acomodarse en la pausa de la escritura. Muchos estímulos que seguir, mucho que ver, mucho que recorrer y, sobre todo, mucho para dejarse llevar por esta península europea tan sensual.

Bari, contrariamente a lo que se puede esperar a la llegada, se presenta como una ciudad de fea y basta periferia por la que discurren, como en otras ciudades de Italia, viejas y nuevas costumbres y apariencias que, quizás avergonzadas, se refugian en Gucci, Prada o Versace. Sin embargo, esta urbe sin espacio para el recreo, construida con prisas y mala calidad, que huele a corrupción e incendia todos los tratados de medida áurea, inesperadamente, se abre medieval y coqueta en lo que aquí se conoce como la Ciudad vieja.

Así, a pie de mar, se levanta la muy amurallada y blanca ciudad de roca calcárea. La que Federico II, rey normando, construyó para defender las extensiones de su reino de la fuerza del mar y de la de los invasores. Recia e imperecedera la ciudad es cobijo de una suerte de laberinto amurallado sostenido por incontables bóvedas y arcos aéreos que, ligeros, sobrevuelan las cabezas como pájaros de piedra.

En su interior, el paisaje humano (sus acciones, gestos, sonidos y volúmenes) da luz y vida a un lugar que en otros muchos sería tan solo un lóbrego e inerte decorado para zombis y turistas, una maqueta más de hoy. Por eso, en la ciudad vieja todo bulle tal como lo haría ya hace muchos años: el juego de los niños que corren en la misma plaza donde sus madres secan la pasta al sol, arcos y bóvedas. Hombres en camiseta interior blanca de tirantillas que se asoman de balcón en balcón y de palacio en palacio carcomido; arcos, bóvedas y flores. Corros de señoras que se sientan a las puertas en la hora de la fresca; arcos, bóvedas, flores y velas. Reuniones a corro donde se arrastran los gestos y las vocales de las palabras pues quizás lleven con ellas su pena, la memoria de lo ya acontecido o, tan sólo, el gusto por el adorno melodramático (ellos tan maestros); arcos, bóvedas, flores, velas y cruces. Los cánticos del contento, los gritos del que manda, el subrayado de las manos, la conformidad en los hombros, la paleta de gestualidad italiana que aquí tiene su reino; arcos, bóvedas, flores, velas, cruces y vírgenes. Puertas abiertas que enseñan a las familias que cenan con la pasta sobre la mesa y la tele puesta; arcos, bóvedas, flores, velas, cruces, vírgenes y santos en cualquier esquina, pasaje, calle o callejón al que llegamos, pues para eso estamos en la tierra donde se guardan los restos de San Nicolás, llamado el de Bari, que sin ser de aquí, por asuntos del intríngulis católico, yace aquí. Porque si algo se respira en la ciudad vieja de Bari es superstición y superchería. Aquí, cualquier lugar es bueno para adorar a las sagradas formas, para montar un sacro tingladillo que contenga al pecado y a los daños de la tentación. Figuras que vigilan al que se siente vigilado. Ejército divino, made in Taiwan, que porta sus libretillas de multas, dispuestos a quitar puntos en el carné del cielo del mismo modo que China lo hace en el de la tierra. Arcos, bóvedas, velas, flores, cruces, vírgenes, santos y miedos irracionales. El día se alarga, suena Rafaela Carra. Tanta vitalidad es difícil de acallar. Aun así, horas después de que caiga la noche por fin se alcanza el reconfortante vacío. Ya nada se escucha, tan sólo el eco de algunas voces peregrinas y una canción: un hombre grande y mediterráneo, abatido en un banco de la calle, canta con nostalgia (casi llora) Maruzzella de Renato Carosone. Quién dice que la música no amansa a las fieras.

 

E igual que Bari, amuralladas y románicas, de blanco cegador sobre el azul del mar y del cielo mediterráneos, más pequeñas y sin tan contrahechas periferias, se levantan sus vecinas Trani, Giovinazo, Monopoli y otras tantas que se amurallaron en el tiempo de dominio normando con el mismo fin defensivo. Hoy día, además de la pesca y de la agricultura, estos pueblos costeros viven del turismo de masas. Por eso, a veces es difícil apreciar en el mes de agosto su belleza, que es mucha, y se manifiesta en sus iglesias románicas de altos, blancos y lisos muros de los que penden grifos, gárgolas, pecadores deformes, dragones, elefantes, leones, presas y otra suerte de blanquísimas figuras del catálogo románico. O en sus cuantiosos templos y palacios barrocos de todos los tamaños y formas y que el paso del tiempo corroe y sobre los que dibuja paños de texturas, siempre y cuando no hayan sido reformados para convertirlos en apartamentos turísticos.

Una costa amurallada, en definitiva, que aún conserva su gracia y que mira al mar por las múltiples ventanas salpicadas en sus muros, sobre acantilados y sin playa, pero que no impide que los vecinos y turistas se peguen un chapuzón. Ya sea en las rocas del espigón portuario, ya en los escarpados acantilados, las sombrillas se abren, las toallas se tienden como el ingenio de a entender y los bañistas hacen sus delicias saltando por los aires al mar.

De regreso al hostal, tras el baño y el itinerario cultural de cada día, componemos con un fragmento más el cinturón de Hipólita.

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