Mi abuelo Pablo y el síndrome de la rana hervida

En ocasiones los relatos de familia guardan una gran enseñanza para la vida.

A través de vívidos testimonios, que corren de aquí para allá en boca de nuestros progenitores hasta donde alcanza su memoria, los sucesos y acontecimientos pasados nos ayudan a entender la importancia que tiene el azar, el peso de las variables, el papel del carácter, el coste de las decisiones y, sobre todo, la relatividad de los puntos de vista. Al menos, así lo consideramos en mi familia, cuya épica doméstica, apta para todas las sensibilidades, hemos escuchado como postre los domingos de paella con atención e interés, con el debido respeto, masticando unos hechos determinantes, por otro lado, anónimos para la Historia. Muchos de estos relatos de sobremesa son, cuando menos, conmovedores. No obstante, solo unos pocos han tenido el poder de arraigarse con fuerza y convertirse en una parte más de nuestra esencia. Así es el caso, por ejemplo, del capítulo en el que se narra la detención y muerte de mi abuelo al inicio de la guerra civil del 36.

Parece ser que Pablo ─así se llamaba─, hombre gozoso, ocurrente, inventor y socialista de cuna, en el convulso Madrid de los años treinta aún prefería la amistad y el vino a los altercados, una buena conversación al encono de los posicionamientos ideológicos y relacionarse con los demás por simpatía en vez de por carné. Cuando el general Franco irrumpió en el orden democrático orquestando un golpe de Estado, mi abuelo ya tenía tres hijos y se encontraba preparando oposiciones para funcionario. El inicio del conflicto bélico no coartó su propósito de sacarse una plaza en Ministerios, conque siguió estudiando convencido de que la recién iniciada guerra pronto acabaría y las oposiciones finalmente se celebrarían.

Por eso, durante los primeros meses de la ofensiva, Pablo mantuvo su dinámica habitual de estudio que consistía, entre otras cosas, en ir de vez en cuando a la trastienda del negocio de muebles y antigüedades de un amigo, también socialista, con quien preparaba el examen. Este amigo tenía un hermano cuyo pensamiento polítco simpatizaba con el de los sublevados. Un día, todavía en el año 36, ya con Madrid asediada y bombardeada por el ejército golpista, la Guardia de Asalto republicana se presentó en la trastienda mientras los dos amigos trabajaban allí como de costumbre. El retén cumplía órdenes, debía llevarse detenido al hermano del amigo de mi abuelo puesto que había sido acusado de quintacolumnista1 y representaba una amenaza para la resistencia de Madrid. Entonces así ocurrió que, una vez allí, al pedir los correspondientes documentos de identidad, mi abuelo no lo pudo entregar al no llevarlo encima. Sin vacilar un momento, la guardia lo arrestó y se lo llevó preso.

En la cárcel Modelo a la espera de que comprobaran su identidad, Pablo confiaba salir más tarde o más temprano de allí. Confiado, no reparaba en las consecuencias que le traerían el desorden y confusión vigentes en las cárceles y ciudad de Madrid, donde todos los acontecimientos se precipitaban. Ningún trámite tenía capacidad de atender a la verdad, de traspasar la sordera de un gobierno desesperado con Franco a las puertas de la capital, ni de un mando militar nervioso e iracundo que purgaba las ciudades de todo sospechoso encerrándolo primero y autorizando sacas2 después. De ahí que de nada sirvieran las explicaciones de mi abuelo o sus llamamientos a la cordura. Tampoco la influencia inmediata de sus contactos, las súplicas de mi abuela, las muchas diligencias burocráticas o las pruebas documentales. Todo se atropellaba en el estrépito, cualquier maniobra caía en el vacío de la sordera cronificada de aquellos días. Tras varias semanas encarcelado, finalmente, mi abuelo fue ejecutado en algún punto de la carretera de Paracuellos del Jarama en los días que el gobierno de la República se trasladaba a Valencia.

Hoy, allí sigue su cuerpo, fusilado por error a causa de unas circunstancias que jugaron en su contra durante un tiempo de ruptura; convulo; de obsesiones, rencor, rabia y odio, en el que las virtudes del hombre quedaron denigradas a la nada.

Años más tarde, una vez la contienda acabó para respiro de muchos exhaustos supervivientes, la Brigada Político-Social franquista se presentó en casa de mi abuela para llevarse a su marido por socialista. Pero regresaron por donde habían venido con las manos vacías, mi abuelo llevaba ya años muertos, otros se les habían adelantado. Aun así, como su orden era la de limpiar la naciente España de masones y rojos, siguieron ese día, y los posteriores, con los arrestos; también con los encarcelamientos masivos y las sacas. Y mientras las autoridades franquistas purificaban el terreno de posibles traidores, los muertos de Paracuellos eran alzados a categoría de mártires caídos por Dios y por España. En 1941 el dictador se daba un baño de masas declarando lugar sacratísimo el Camposanto de los Mártires de Paracuellos. A partir de este momento, aquí descansarían en paz los cuerpos fusilados de la causa franquista junto a los de un socialista, Pablo, detalle que habría que obviar para que la nueva España pudiera llorar oficialmente a sus mártires y consolar a sus viudas, a la vez que maldecía en paz a sus enemigos.

A mi abuela, no obstante, nadie la consoló, ni vencedores ni vencidos. Como viuda de socialista fusilado por error se quedó en territorio de nadie. A Ramona, así se llamaba, no la llegué a conocer. Por eso no he podido escuchar este relato directamente de su memoria, como tampoco su opinión sobre Paracuellos o la tremenda parafernalia propagandística del régimen. Pese a ello, sé que era una mujer íntegra, fuerte y trabajadora que no se achantaba, pero que aprendió a callar a fuerza de terror y supervivencia; que en el mayor acto de entereza quemó todos los documentos de mi abuelo y sus inventos para no dejar rastro de él y proteger a su familia, que siempre decía aquello de “ojalá nunca conozcáis lo que el ser humano es capaz de aguantar” y  que, en alguna ocasión, se vio en las de tener que cantar coplas e improvisar números cómicos a los soldados republicanos por las calles de Madrid, a cambio de algo de comer mientras sus hijos (entre ellos mi padre) la esperaban escondidos en un portal. Cosas del valor y del hambre.

Ya conoceis lo que pasó treinta y seis años después del final de la guerra civil, tras la muerte de Franco. En España se empezaba a reestablecer la democracia y el orden constitucional robado. Nuestra sociedad emprendía rumbo hacia un período más plural y pacífico que a punto estuvo de ser otra vez dinamitado por el golpe de Estado fallido del comandante Tejero. Que sociedad tan diferente hubiéramos sido, ¿verdad? Para empezar, Almodóvar no hubiera ganado ningún Oscar.

Por fortuna para nosotros que lo disfrutamos, desde entonces hasta hoy ha prevalecido una relativa calma comunitaria tendente a la reparación. Pero uno advierte que, últimamente, este difícil equilibrio convivencial quiere volver a ser quebrado. A la vista queda el tono beligerante y de gusto por el conflicto que mantienen y promueven ciertas personas y grupos políticos. Expresiones belicosas y ataques personales cada vez más comunes, comportamientos y actitudes fanáticas cada vez más extendidas y unas reacciones cada vez más desmedidas e intransigentes con el otro están creando un ambiente de crispación propio para terminar de nuevo con estos años de relativa calma comunitaria tendentes a la reparación.

Puesto que el destino es caprichoso, tal como se desprende del relato de mi abuelo, valdría aplicar, en este sentido, lo que se conoce como el síndrome de la rana hervida, pues este se refiere a nuestra incapacidad de reaccionar ante los problemas, sus amenazas y consecuencias, cuando estos se han introducido lenta y progresivamente. A nosotros nos sucede igual que a estos batracios, los cuales, mientras saltan de la cacerola al ser metidos con el agua hirviendo, no la sienten cuando el aumento de temperatura ha sido gradual, perdiendo su capacidad de reacción una vez hierve esta.

Mejor estar atentos.

 

1Por quintacolumnista se designaba a simpatizantes del golpe de Estado de Franco que trabajaban en Madrid de forma clandestina a fin de favorecer la victoria del bando nacional.

2Las sacas eran extracciones masivas de presos a fin de ser ejecutados. Esta cruenta práctica la llevaron a cabo ambos bandos durante la guerra civil española y aún fue mantenida en los primeros años del franquismo.

 

He dicho.

Elromeroenflor

 


 

Comentarios

  1. Que no se pierdan estos relatos, que la historia enmudece, pero permanecen en los corazones de las familias generación tras generación, memoria histórica la llaman. Gracias por compartirlo Romero.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Unos días de monzón en Indonesia

Una vez probado el alivio

El flautista de Hamelín y la distinción