Los tres cerditos y sus señorías

Ya está aquí la rutina. La tregua veraniega ha quedado atrás para alegría de unos y lamento de otros. Aunque parece que este año, en realidad, va a ser poco corriente, que la rutina no nos va a traer su habitual letargo como otras veces, sino que llena de incertidumbres, test, dilemas, confinamientos y desasosiegos va a amenizar profusamente estos días pandémicos como si de la más inquietante serie se tratara.

Son las nueve menos diez de la mañana y es miércoles. Esto significa que sus señorías ya estarán ocupando sus correspondientes escaños en el Congreso de los Diputados antes de que empiece una sesión más del rutinario control al gobierno. Pongo la radio. Primeras palabras y ya pronto se percibe que aquí, en los miércoles del congreso, a diferencia de la nuestra, su rutina en esta temporada promete ser como las otras, soporífera de tanto partidismo, chulerías, provocaciones, reproches, insultos, pataletas y acusaciones, tan carentes de control y política como siempre. Podría pasar ─divago─ que, al igual que nosotros, sus señorías entraran en una nueva dimensión rutinaria, pero en una en la que la creatividad, las ideas, propuestas y soluciones constructivas les mantuviera tan amenizados como el Covid19 nos está y estará manteniendo a nosotros. Aunque me parece que no, oyendo lo que oigo, me parece que por el momento todo se va a quedar en divagaciones fugitivas.

Pasan los minutos, el pan humea y sus señorías siguen sin aportar nada sustancial, aburriendo como siempre con sus postureos y amaneradas jaculatorias. ─La esperanza es lo último que se pierde, ¿quién inventaría una falacia así? ─rumio mientras el agua del té hierve. Pero de pronto sucede algo nuevo. ─¿Cómo? ¿Qué ha dicho? ¿Juntos? ¿He oído juntos? ─y enfoco toda la atención en la radio─ ¿A ver? ¿Qué?... No puede ser, no me lo creo… Sí, sí, sí… ¡Me cago…! ─exclamo finalmente decepcionado─. Era solo choteo, ya me extrañaba a mí. Que guasa traen hoy sus señorías. Entonces, en este momento tengo una aparición, vamos, una asociación de ideas quiero decir. Son los Pimpinela cantando su exitoso “vete, olvida mi nombre, mi cara, mi casa y date la vuelta” que tan ricamente imitábamos en nuestra folclórica infancia, en casa de alguna amiguita, sirviéndonos de la pierna mutilada de una muñeca. ─Qué aquel tan hortera tenían ─rio─, igual que vosotros ─les indico a sus señorías─. Como nos pone un buen melodrama de destinos imposibles. Y sigo escuchándolos.  

Entonces, a continuación, sin apenas mediar pausa, asoman, desplazando a Pimpinela, los rines de boxeo que mis parientes recreaban en sus historias del Madrid de blanco y negro. Y veo el rin, a los púgiles y al público excitado vitoreando y chiflando; lo veo, lo estoy viendo en el hemiciclo, en los diputados y en el pueblo español. ─Cuanta afición por los combates ─pienso sarcástico─, están más de moda que nunca. Pero antes de seguir con el boxeo, un recuerdo se interpone en el rin con imágenes, si cabe, más nítidas que las anteriores. Aquellas en las que, estando sentado con unos amigos en un poyete, junto a la fuente principal de un lustroso pueblo de la sierra granadina, una casa comenzó a arder. Raudos, los vecinos formaron una cadena humana que iba desde la fuente hasta la casa. Todos llevaban consigo cubos que se fueron pasando de mano en mano ininterrumpidamente hasta que sofocaron el incendio y evitaron que se extendiera y provocara males mayores. La determinación y eficacia con la que los vecinos resolvieron tal calamidad fue ejemplar y aleccionadora. No hubo que explicar nada, dar instrucciones de nada, ni llegar a acuerdos de nada, no. Cada uno supo ocupar su lugar, supo qué debía hacer para, además de ayudar, salvar sus bienes. Porque ardiendo una, ardían todas. ─¿Qué hubiera ocurrido si en vez de un cubo de agua a alguno le hubiera dado por arrojar unos cubos de gasolina por, póngase, venganza, inquina, poder o interés como muchos de estos Pimpinelas del boxeo hacen mientras nuestra casa arde? ─me pregunto poniendo otra tostada en el fuego. 

Y supongo que será por lo de la casa ardiendo que, sin más, entran prestos en la escena los tres cerditos… Sí, ellos mismos, los del cuento. Ahí están, saludando sonrientes agitando sus gorditas pezuñas y pidiendo la vez para hablar. Oinc, es que estos pobres no han tenido infancia ─gruñe compasivo el de la casa de paja refiriéndose a sus señorías─. Se ve que nadie les ha hablado nunca de nosotros. ─Seguro que sí, cerdo, hasta nosotros hemos tenido infancia. Oinc, oinc ─añade risueño el de la casa de cañas─ Lo que pasa es que nos han olvidado, no se acuerdan de lo que nos pasó con el lobo. ─Que va, que va ─interviene taxativo el de la casa de ladrillo─. Es mucho más fácil que todo eso, es, simplemente que a estos les pasa como a vosotros os pasaba: que no se enteran de que las casas, cuanto más fuertes, más difícil de que el lobo las derribe. ─Menos mal que estabas tú allí ─chillan felices al unísono los dos primeros al tercero. Si no, ahora estaríamos en una bandeja de Mercadona. ─El olfato, la clave de todo es el olfato. No hay que perderlo ─dispone este último antes de que los tres, gruñendo a carcajada limpia, salgan tan panchos como han entrado.

Necesito un sorbo de té. Mientras se lo doy se produce una nueva embestida entre sus señorías que hace sonar un agrio clamor en el hemiciclo, parece que algún púgil ha asestado tal revés que ha dejado KO a su contrincante. ─Me rindo, no estoy aquí para presenciar otro combate más, tanta monotonía del golpe deprime. Al arrastrar el dedo por la pantalla para hacerlos enmudecer, su señoría, no sé cuál, pronuncia una palabra novedosa: recolectar. ─Recolectar ─repito sorprendido─, que rebuscada. Aun así, es tentadora. Dejo la radio. Su señoría expone. Un poco más de té. El rutilar del término recolectar ha quedado suspendido en el aire. Aparte de esto, nada más. Otra falsa alarma. Rutina. La esperanza es lo último que se pierde, menuda falacia. Voy a apagar. Pero una nueva aparición me frena el dedo. Se enciende un rótulo luminoso que anuncia la fábula de La hormiga y la cigarra y, de un salto, sonrientes, los dos insectos hacen una entrada triunfal a ritmo de cabaret. Escenifican:

─El implacable invierno acabó conmigo ─chirría la cigarra extendiendo su pata hacia mi hombro mientras, afectada, posa la otra en la frente.

─Déjate de operetas ─añade la hormiga con desdén.

─No me dejó entrar ─continúa─. Me cerró las puertas en las narices ─y rompe a llorar hundiendo la cara entre sus dos manos.

─Ah, claro, la culpa de que no hicieras tus deberes es mía ─protesta la hormiga.

─Sí que los hice.

─Claro, tocándote las membranas.

─Pues esos son mis deberes.

─Entonces no lloriquees si luego la espichas.

─Nadie me comprende ─gime penosa.

─Que cada palo aguante su vela.

─¿Y ya está?

─Y ya está. A ver si te crees que a mí me gusta pasarme el verano deslomada recolectando granos, mona.

─Esos son tus deberes ─replica la cigarra secándose las lágrimas─. Cada una es como es.

─¿Y por eso tengo que acogerte en mi casa y darte de comer? Tendrás caradura.

─Si tenías espacio y grano de sobra.

 ─Pero ese grano era mío porque yo lo recolecté. 

─Me dejaste morir. 

Haber trabajado, so vaga.

Y tal como han hecho los tres cerditos, la hormiga y la cigarra desaparecen. La radio sigue retransmitiendo a sus señorías, pero ya no los escucho. La puerta en las narices de la cigarra, la falta de otredad de la hormiga, tiene demasiada fuerza. ─Otredad, este palabro tan poco usado en los miércoles del congreso. Pues deberían, porque sería una buena rutina.

La otredad, reconocer al otro en su diferencia a ti (y aceptarlo), sustenta la convivencia, la estabilidad y la paz social. Sin ella se discrimina, se desprecia, se desacredita y se ilegitima desde una falsa autoridad moral que castiga a los que no son iguales a uno. Por eso, mientras que los dos cerditos, el de la casa de paja y el de la de cañas, son aceptados por el de la casa de ladrillo, aun a sabiendas de como son, la cigarra es rechazada por la hormiga, que no acepta como es. No es de extrañar entonces que, terminado el cuento, unos protagonistas vivan felices y coman perdices, y otros no. 

─Otredad, sus señorías, otredad ─le reclamo a la radio antes de, ahora sí, apagarla hasta el próximo miércoles. Rutina.  

He dicho.

Elromeroenflor

 

Comentarios

  1. Gracias por traer tan ricas palabras Romero!! Otredad (la gran desconocida), magnífico relato!!

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