El espíritu de los santos inocentes

La película Los santos inocentes, dirigida por Mario Camus sobre la novela de Miguel Delibes, comienza y termina con una metáfora acerca de la libertad, esta que sus personajes centrales nunca alcanzarán condenados al círculo viciado del poder.

Paco y Rémula viven con sus tres hijos bajo condiciones infrahumanas en una pequeña choza, al límite de la finca de la marquesa cuyas tierras trabajan. Por decisión del guardés, la familia se traslada al cortijo para prestar servicio en casa de los amos. Con ellos se va Azarías, el hermano de Rémula, con discapacidad intelectual e íntimo de un cuervo con el que exhorta la soldad y proyecta sus anhelos de libertad. En sus nuevas circunstancias se les presenta una mejoría material con luz eléctrica y agua corriente, pero no social, pues continúan siendo maltratados, humillados y explotados sin reserva por las personas a las que sirven. Con resignación, la familia acepta todos estos agravios porque sí, porque tienen asimilado que este es el único destino que se les reserva a los de su jaez en el orden establecido del mundo, que es el cortijo. Así, sumisos callan, acatan y también agradecen. Para ellos no existen sueños ni oportunidades mientras permanezcan allí. Tampoco hacen por salir. Porque, ¿adónde iban a ir si no se les brinda ninguna oportunidad de hacer carrera salvo en el servicio? El servicio como única vía de realización personal. 

Los hacendados, por otro lado, sabedores del poder que ejercen sobre sus empleados, impunes y sin mácula de culpa, se erigen como sus dueños, se habilitan para decidir por la suerte de sus vidas, y se otorgan el poder de tratarlos con incontrolada soberbia y desmesurado desprecio. Es el papel que les otorga la mano de Dios, la relación natural entre siervo y amo, o, al menos, es como lo justifican para lavar sus conciencias ante el daño que infligen. 

Así, en la narración que nos hacen Delibes y Camus del orden jerárquico del campo español, todo es muy simple, los que están arriba pisan y los que está abajo sufren los pisotones. 

Por fortuna, esta indigna situación descrita en la novela de Delibes ha quedado atrás gracias a los logros conseguidos, no sin esfuerzo, tanto en derechos sociales y laborales, como en el reconocimiento de libertades colectivas e individuales. Hoy podemos presumir todavía de que vivimos como nunca antes lo habíamos hecho, con todas las garantías sociales y laborales que nos permiten llevar una vida digna. Sin embargo, a veces parece que los días trajeran consigo el tufo de otros tiempos similares a los que vivieron Paco y Rémula y que creíamos superados. Como si la memoria de nuestro pasado servil y analfabeto quisiera volver, como si, en el delirio del olvido, muchos prefirieran reencarnarse en el paria que fuimos, vamos perdiendo una valiosa conciencia sobre el estado del bienestar. La igualdad de oportunidades educativas, sanitarias, geriátricas, habitacionales y alimentarias, así como la dignidad laboral parecen desmoronarse. Cada vez más sirvientes, como Paco, buscan como perros sentir la caricia y el azote del amo.

De qué modo se explica, si no, que discursos y propuestas para la gestión del país basados en la represión, la discriminación, la marginación y la explotación humana, económica y medioambiental tengan cada vez más adeptos. De cuál que en las pasadas elecciones gallegas y vascas, aquellos que trabajan por mantener, reforzar y avanzar hacia la igualdad y el bienestar común hayan sido obviados por los mismos a los que protegen. Solo hay una respuesta posible: al inicio de la película, durante los créditos, se muestra un retrato en blanco y negro. En él posan Paco y Rómula, sus tres hijos y Azarías, los santos inocentes. Mirándolo uno adivina la semejanza que mantiene este retrato con el del espíritu de una parte del pueblo español.


Elromeroenflor

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