Juglares de la era digital


Supongo que sería la fotografía digital la que nos dio el empujón definitivo al reino de la posverdad, donde la mentira es la reina de corazones.

En los inolvidables años de la Escuela de Arte, una de las asignaturas fue Historia de la Fotografía. En ella no solo se aprendía el desarrollo técnico y plástico que ha tenido este ingenio desde su invención, sino que también se profundizaba acerca de la obra de algunos fotógrafos como Man Ray, Robert Capa o Jeff Wall. Observábamos con detenimiento sus creaciones para, entre otras cosas, debatir sobre los límites éticos en la obtención de las imágenes o para respondernos a la clásica pregunta de si todo vale en el afán de mostrar. Pero, además, los distintos bloques temáticos en los que se dividía la asignatura también solían ser motivo de largas y apasionadas conversaciones. Uno de los que más controversia produjo fue el del Fotomontaje dentro del Fotoperiodismo, pues, a pesar de que ya lo intuíamos, nos evidenció que no hay poder que ejerza sin manipulación ni gobierno que proceda sin mentiras y que, además, todos comulgamos con ello.

El fotomontaje, para quien no lo sepa, consiste en superponer fragmentos de diferentes negativos sobre un mismo papel fotográfico. Es una especie de collage en el que cuanto más exacta y acertada sea la superposición, mayor veracidad y poder de convicción se obtiene. Durante las revueltas de París, en mayo del sesenta y ocho, el fotomontaje jugó un gran papel para detener a los cabecillas de los distintos movimientos que pedían un cambio social y acabar con los tumultos. Por medio de él, las autoridades pudieron crear su propia versión de los hechos. Así, en la Francia de aquellos días, era habitual encontrar en los diarios nacionales y locales imágenes que mostraban situaciones que nunca habían sucedido y actos realizados por personas que nunca habían estado allí; delitos. Como la factura visual era casi perfecta, si no perfecta, y para más inri las imágenes venían de donde venían, las pruebas, aunque falsas, eran indiscutibles y se usaban para denunciar a personas, contener protestas y, lo más importante, formar una opinión pública que justificara los feroces métodos empleados por las fuerzas del orden. La maquinaria del Estado encontró su mayor aliado en el fotomontaje y el fotoperiodismo, es decir, en el falseamiento, la manipulación y la posverdad.

A pesar de que cuando se supo todo esto generó un sensacional escándalo en la comunidad internacional, no sirvió de mucho, pues hoy estos procedimientos están tan a la orden del día que, incluso, forman parte de nuestra cultura visual y narrativa. Construir una realidad a través de fragmentos es una práctica que salpica a medios de información, partidos políticos, gobiernos de turno, formaciones religiosas y un largo etcétera que termina en nosotros, igual de implicados que el resto.

Como juglares de la era digital vamos de terminal en terminal, en vez de aldea en aldea, por los caminos que suponen las redes sociales, transfiriendo datos en forma de lugares, momentos y semblantes fragmentados que más tienen de ficción que de realidad. En nuestros repetidos y repetidos encuadres, obviamos, superponemos, recortamos, borramos, filtramos, añadimos, dibujamos, aumentamos, disminuimos. Manipulamos, en definitiva, para que lo que enviamos se ajuste a la impresión que queremos causar en el receptor. Falseamos la realidad para generar una opinión.

Por eso, cuando tipos como Donald Trump, Vladímir Putin, Santiago Abascal, y todos estos que han superado con creces a los líderes de la cúpula francesa del sesenta y ocho, convierten la mentira en su señal de identidad personal, en una realidad oficial, en posverdad, me sorprende que nos escandalicemos mientras que al mismo tiempo estamos transformando con nuestros utensilios digitales un vertedero de neumáticos en un vivaracho campo de amapolas, las turbias y grasientas aguas de una ciudad portuaria en el reflejo dorado de un vibrante atardecer, el cielo opaco y polucionado por la falta de lluvia en un fantástico reto insuperable y la miseria de las calles de, por ejemplo, Calcuta en tendencia de moda primavera verano. ¿De qué nos escandalizamos si esto que practicamos los juglares de la era digital también se llama posverdad? 

 He dicho.

 Elromeroenflor

 


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