El apartamento
En estos días, me viene al recuerdo la película El apartamento.
Dirigida en 1960 por Billy Wilder, cuenta en clave de comedia las vicisitudes de un empleado del montón, servicial y bonachón, el señor Baxter, que trabaja en una gran compañía de seguros. A cambio de conseguir un prometido ascenso, presta a varios de sus jefes el apartamento donde vive para que estos puedan disfrutar con discreción de sus amantes. Un intercambio de favores en el que todos ganan, dado que tanto las aspiraciones del oficinista como las de sus superiores se ven satisfechas sin mayor obstáculo. Todo sucede en la caricatura de un contexto laboral articulado por las ambiciones personales y las relaciones de interés.
Como sabemos, en el año que se rodó, el capitalismo ya vivía a sus anchas en Estados Unidos, había condicionado definitivamente la vida de sus ciudadanos y era mirado por el mundo con ingenuidad, optimismo y grandes expectativas; todavía no se habían hecho palpables sus nefastas consecuencias. Por aquel entonces, todos querían ser como ellos, pertenecer al esplendoroso reino de la abundancia material y del confort que, además, ofrecía la oportunidad de enriquecerse poseyendo, tan solo, una pizca de ambición personal y mezquindad.
Sin embargo, mientras al ciego mundo se le llenaba la boca de halagos hacia el estilo de vida norteamericano y comenzaba a copiarlo sin discutirlo, Billy Wilder optó por enfriar tanto ardor y reprobarlo. Así, dirigió El apartamento, una sarcástica disección de la nueva prosperidad para mostrar algunos de sus efectos más nocivos. Fue tan claro, habló tan bien de ello que la película ha llegado a nuestros días como una comedia clásica imprescindible cuyo tema principal es el triunfo de la virtud, encarnada en la bondad del protagonista, sobre los males del capitalismo, representados a través de la ambición, la mezquindad y la corrupción. El director convierte un apartamento en símbolo y metáfora del pulso entre estos dos juicios de valor, bien y mal.
Quien vuelva a ver la película comprobará que, después de sesenta años, sigue siendo fresca y actual porque todavía guarda un gran parecido con la realidad inmediata. Sin ir más lejos, hace unos días leía la noticia de que la hoy alcaldesa de Madrid, la señora Díaz Ayuso, disfrutaba de un apartamento de lujo en el centro de la villa cedido por una cadena hotelera. No es ninguna ironía del destino porque, como la corrupción, es una práctica habitual. Que sepamos, no es el primer inmueble, ni probablemente el último, que sirve como moneda en un intercambio de favores. Por otro lado, también es normal caer en este tipo de comportamientos. Al igual que el señor Baxter, todos nos dejamos corromper alguna vez porque todos tenemos aspiraciones por las que sucumbir. Buscamos nuestro propio bienestar, no nos conformamos con vivir, sino con vivir bien. La pregunta es a qué precio.
En un momento de la película, el protagonista se enamora de una de las víctimas chuleadas por estos infames ejecutivos, en concreto de la ascensorista, la señorita Fran. Sus nobles sentimientos y la compasión que siente hacia ella poco a poco le abren los ojos, le despiertan del profundo sueño de la avidez. Recapacita. Renuncia a su afán personal y laboral. Entiende. Rompe el trato del apartamento y sacrifica su ambicionado puesto a fin de no causar más sufrimiento. Triunfa la virtud.
Señores y señoras administradores de lo público que canjean apartamentos u otros bienes a cambio de tener resuelto y satisfecho su voraz apetito: reflexionen sobre la virtud, vean El apartamento de Billy Wilder. Entiendan y comprendan, como hizo el señor Baxter, el alcance que tienen algunas decisiones y las consecuencias de determinados chanchullos. Señores y señoras administradores de lo público, colaboren, facilítenle el camino a la virtud, tan necesaria en nuestros días. Dejen de ser adalides del mal.
He dicho.
Elromeroenflor
Fantástico texto. Muchas gracias Romeroenflor
ResponderEliminarMuy bueno Iñaki, y muy oportuno. Ánimo y besos.
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