Caín y Abel


Se querían. Entre ellos existía una complicidad y camaradería como en ninguno de los otros cuatro hermanos.

Nacidos en el seno de una familia católica de clase media trabajadora, Caín, el tercero, trece meses mayor que Abel, ya desde muy pequeño profesaba un notable cariño hacia su hermano que pronto le fue correspondido. Los años de la dictadura franquista acababan de terminar. España se preparaba para comenzar un nuevo rumbo cimentado en la concordia y la unidad, de ahí que la profunda relación fraternal de admiración y afecto del uno hacia el otro se interpretara como una metáfora, como un buen augurio de los alegres tiempos que anunciaba la recién estrenada democracia.

Como si de las dos caras opuestas de una misma moneda se tratara, la genética dotó a Caín y Abel de atributos diametralmente contrarios. Es decir, si el mayor era bajo, delgado, nervudo y vigoroso, el menor alto, grueso y enfermizo. Si el primero mostraba un carácter descarado, sagaz y bromista, el segundo dulce, tranquilo y meticuloso.

En la infancia lo compartieron todo, más que por la obligación que imponía el ahorro familiar, por su recíproca devoción. Dormitorio, ropa, colegio, pupitre, juegos, amigos, sexo infantil, secretos y sueños contribuyeron a crear fuertes vínculos afectivos. Todos aplaudían tan resplandeciente afecto, incluido sus profesores de la escuela, que se regocijaban escuchando a Abel argumentar con su innata y exquisita dialéctica para sacar de algún lío a Caín; o los tenderos, que disfrutaban viendo a través de los escaparates como el mayor solía retarse en la calle con cualquiera que se hubiera atrevido a burlarse o insultar a su querido hermano.

Llegó la pubertad, este paso en el que asistimos perplejos a la muda de nuestra primera piel infantil mientras vivimos con asombro y vergüenza la desnudez de la nueva persona en la que, sin esperarlo, nos hemos transfigurado. Tiempos peregrinos que Caín y Abel supieron conciliar y que no supusieron freno alguno en el amor que se sentían. Más tarde vino el Bachillerato y las importantes decisiones a tomar por ellos mismos acerca de la dirección a seguir. Tras mucho meditar el primero, como se esperaba, prefirió dejar de estudiar para ponerse a trabajar en la imprenta gráfica de su padre. Abel, entretanto, estudiaría Biología en la universidad. Con sus respectivas elecciones quedaba establecida una nueva etapa desconocida por ellos hasta el momento. A finales de ese verano, sentados a los pies del árbol al que tantas veces se habían encaramado con el resto de sus hermanos, se prometieron que nunca se separaría. Hicieron un juramento y, como otras tantas veces, se besaron en los labios para sellarlo. Septiembre dio paso a sus nuevas andaduras en solitario. Las primeras semanas, tantas novedades avivaron el buen humor y sintonía de la familia, que se destornillaba en la mesa, a la hora del almuerzo, escuchando las anécdotas y viendo las comicidades de uno y otro sobre sus nuevas ocupaciones. En esta mecánica estuvieron hasta que la rutina se implantó trayendo su sombra a la gracia de los días, de modo que lo que antes era motivo para broma ahora solo caldo de preocupaciones. Todo cambió.

 Debido al tiempo que pasaba con él en la imprenta, la relación de Caín con su padre, en vez de mejorarse, se degradó. El joven, de espíritu rebelde y respondón, carente de diplomacia a pesar de su sagacidad, se resistía a comportarse con la docilidad que, cada vez con más intimidación, se le exigía. Los cogotazos y patadas que recibió no fueron pocos, iban en aumento, crecían al mismo ritmo que el desprecio del joven hacia su progenitor; un odio que acabó por agarrarse en su pecho para no soltarse nunca más.

─Trabajo duro, me paso el día intentando agradarles, pero todo lo que hago no sirve de nada, solo recibo reproches de papá y mamá. ¡Los odio! ─le confesó doliente Caín entre lágrimas a su hermano, que no decía nada pues se limitaba a escucharlo, acariciarlo y dejarle llorar.

A los pocos meses de este episodio, Abel conseguía pasar a tercero de carrera. A pesar del carácter huraño que su hermano mostraba últimamente, fiel a su juramento, continuaba sin separarse de él, intentando hacerle partícipe de todo lo que acontecía entre las paredes de la universidad. Un día entró en casa nervioso y se metió directamente en su dormitorio. Caín se percató de que algo le ocurría, fue tras y, una vez reunidos, quiso saber:

─¿Qué? ¿No me lo vas a contar?

─Mira, la universidad está que arde ─le había dado un papel, un panfleton informativo sobre una convocatoria de huelga en la universidad. Lo firmaba el Sindicato de Estudiantes.

─¿Esto qué es?

─Pues ya ves, una convocatoria de huelga, está todo hecho un asco.

─¿El qué?

─La universidad.

─¿Y eso qué tiene que ver contigo?

─Pues todo.

─¿Y piensas ir?

─Claro. Y tú vienes conmigo.

─Si te falta poco para terminar. Te vas a meter en un lío.

─¿Y los que vienen detrás de mí? El precio de las tasas, las becas, los planes de estudio, el cupo de estudiantes por aula, las prácticas, la privatización de la universidad… Es que es todo. No nos podemos quedar de brazos cruzados.

─Como que no. Que se busquen la vida ellos, joder. Tú preocúpate por terminar.

─No todos lo tienen tan fácil. Nosotros somos unos privilegiados.

─Pues con más motivo, aprovéchalo. Esta gente solo quiere aprovecharse de los tipos como tú.

─¿Cómo yo?

─Sí, los tontos que se ponen en primera línea de fuego.

─Eso es lo que te parezco, un tonto.

─Un poco sí.

─Vaya.

─No te enfades, solo quiero hacerte ver que se intentan aprovechar de ti.

─Estudiar es un derecho. La igualdad de oportunidades también.

─¿Eso es lo que vociferan los del Sindicato de Estudiantes?

─¿Por qué usas ese tono?

─Porque no te había escuchado nunca hablar así y me temo que te estás dejando manipular.

─¿Por qué? ¿Porque estoy de acuerdo con ellos?

─No, porque pareces un pelele.

Igual que el rayo que cae violentamente y parte la tierra en dos formando un abismo insuperable, así grita mi corazón. Esto fue lo que Abel hubiera querido decirle a su hermano, pero en lugar de eso guardo silencio hasta que Caín lo rompió:

─No, no te voy a acompañar. Esta vez no. Tú sabrás lo que haces.

A raíz de este desencuentro, nada volvió a ser como antes.

Los años empezaron a correr deprisa. De forma automática los dos pararon de trenzar la malla que los envolvía, los lazos que les habían unido se fueron deshilachando hasta que perdieron su fuerza y cayeron por su propio peso, quedando solamente entre ellos el recuerdo y un rutinario de coléricas discusiones políticas en torno a la mesa. Así, bajo este cielo velado en el que apenas coincidieron, Abel, cada vez más involucrado en cuestiones sociales, terminó su carrera, se afilió a Izquierda Unida, se doctoró, se fue de voluntario a varios campos de refugiados, se sacó una plaza de profesor de secundaria con el número dos, salió del armario y se inscribió junto a Carlos, su compañero, en el registro de pareja de hecho. Caín, mientras tanto, se despidió de la empresa, montó su propio taller, se casó, se compró una bonita casa con piscinas en una nueva promoción de chalés adosados a las afueras, tuvo tres hijos, expandió el negocio, se afilió al Partido Popular, se separó de Patricia y se casó de nuevo, esta vez con Mónica, la mujer que le acompañaría hasta el final de sus días. Tantos sucesos vividos, pero también tantos perdidos. Porque cuanto mayor era la distancia que los separaba más grande se hacía su rencor.

Un templado día de mayo la repentina muerte de su padre les obligó a reunirse en el cementerio. Se resistieron. A ninguno le fue fácil arrancar, no querían enfrentarse al momento que siempre procuraban evitar, el encuentro cara a cara con su hermano. Pero que sorpresa se llevaron al comprobar que, en vez de rechazo, lo que sintieron fue un pleno acercamiento. Mutuamente se pudieron reconocer en aquello que siempre les había emanado de la mirada, su verdad. Así, yendo uno hacia el otro, se dieron un largo y sincero abrazo coreado por sus risas y llantos. Se acariciaron, se pidieron perdón y se consolaron. Juntos acompañaron a su madre que, pobre, vagaba desconsolada, sin moverse de la silla junto al ataúd. Perdida por la amputación que le suponía la pérdida de su marido en los confines de la nada, no se podía dar cuenta de que delante de ella un viejo afecto, que aún seguía latiendo, volvía a entrelazar a sus dos hijos.

─¿Un café? ─propuso Caín.

─Vamos.

Prefirieron sentarse en la barra de la cafetería del Cementerio Parque Municipal.

─¿Y qué? −comenzó Caín ─¿Cómo te va todo?

─No me quejo, ya sabes: el colegio, Carlos…

─Las causas perdidas ─le interrumpió.

─Las causas perdidas, por supuesto ─continuó sonriendo.

─Me dijo mamá que ya no sigues en Izquierda Hundida.

─No, me pasé a Podemos.

─¿Podemos? Joder, Abel. No sé lo que ves en ellos, de verdad.

─Lo que nunca podré ver en el PP.

─¿Qué? ¿Riqueza para el país? ¿Trabajo?

─A bien de aprovecharse de los trabajadores, de joder a los que peor lo tienen.

─Sí, es verdad, se me olvidaba que los de derechas somos todos unos hijos de puta.

─Yo no he dicho eso.

─Claro que lo has dicho. ¿Y vosotros, qué? Los buenistas. Siempre deambulando entre mundos imposibles, irrealizables. Fomentando un país de vagos y gorrones, enseñando a la gente a que chupe del bote en lugar de ganarse el pan como he hecho yo.

─En el fondo tienes razón. ¿Qué sería de España sin gente como tú?  

─¿Cómo me tomo eso?

─Como lo que es, el mejor de mis halagos.

─Siempre serás un pelele.

─Y tu un facha.

Entonces, enrocados en sus ideas, guardaron silencio dejando pasar la oportunidad que las circunstancias les daba para reconciliarse. Desaparecía la huella del abrazo sincero que hacía unos minutos se habían dado. La ideología les empañó el corazón., de nuevo cayeron en el abismo que un rayo abrió en la tierra unida que un día fueron.


Elromeroenflor

 

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