Postales de verano 9 (3ª parte)


Ya es de noche y hay luna llena. El top de la tanga-bikini atigrado verde-amarillo de Bianca está tirado sobre la arena de la playa, embadurnado de grasa y restos de pescado pues la italiana, en la huida, ha corrido con la dorada estrujada contra su pecho. El top está para tirarlo, pero eso ella todavía no lo sabe, aunque cuando lo haga le dará igual; en la Costa del Sol hay cientos de tiendas de chinos donde se pueden encontrar muchos como ese a precio de ganga. De la dorada ya no queda nada, salvo la cabeza desmembrada del animal junto al bañador de palmeras y paletas de ping-pong de Karl, que se esparce al lado de la tanga atigrada rosa-negro de Irina que ha caído junto a la tanga bikini de Bianca, no muy lejos de su bolso de charol fucsia y el bañador de periquitos verdes sobre fondo naranja de Lukas.

Sí, efectivamente, los cuatro están desnudos en el mar y los cuatro juegan como niños a salpicarse agua, a reír y maravillarse con el reflejo que la luna deja en las gotas que estallan como fuegos fatuos sobre ellos, a sumergirse en las profundidades para volver a emerger como seres que tocan por primera vez el aire. Juegan. Saberse victoriosos en la persecución de los camareros y los suecos, a salvo de todo peligro, les arroja en una euforia difícil de controlar, si cabe, aún menos que la que hace un rato les hacía volar. Por eso se besan, se prometen amistad eterna y lloran de felicidad. Por eso Irina se ha atrevido a confesarles su verdad, la que va más allá de los zapatos de tacón, las operaciones de estética y el maquillaje. –(...) que no es más –ha dicho –que otra fuga, pero de mí misma. Por eso, Bianca, al oírla y comentar que esa frase es digna de la mejor de las series de Netflix, les ha revelado que las pastillas que se han tomado no se las ha dado Alexis, sino que se las ha robado de una bolsa llena que tenía en su mochila. Que les ha mentido no para que no la acusen de ladrona, porque en definitiva esto le da igual ya que sabe que en algún momento dejarán de verse –(…) sino para sentirme especial –ha dicho entre sonrisas y lágrimas. –Porque la realidad es que me siento muy sola, demasiado sola. Tanto que il mio cuore sembra un bambino morto.

–¿Cómo? –pregunta Lukas.

–Tanto que mi corazón parece un niño muerto – traduce al inglés. 

–¡Qué maravilla! –y la abraza. –Es como un verso de Rainer Maria Rilke.

Y gritando el nombre del poeta sumerge a Bianca de golpe en el agua con él. Entonces Karl e Irina, al verlos, se tiran sobre ellos vociferando también “¡Rainer Maria Rilke!”

¡Rainer Maria Rilke! ¡Rainer Maria Rilke! gritan ahora los cuatro cayendo uno sobre el otro, una y otra vez, procurando hacer el estallido más estrepitoso. Así se pasan un buen rato en el que ríen y ríen hasta la saciedad y hasta que a Irina le da por preguntar quién es ese tal Rainer Maria Rilke.

–Ah, yo que sé –responde Lukas. –Y se va galopando a la orilla donde poder coger carrerilla y precipitarse de cabeza al mar. Al verlo, igual que antes, los otros tres le imitan y como las infatigables olas que vienen y van, del mismo modo, con sus carreras, lamen el arenal; están crean una postal de verano y luna llena imposible de olvidar.

–¿Sabéis? –les llama envalentonado Karl, decidido a contarles su verdad, esa en la que ni él mismo, sobrio, se atreve a pensar. –¿A que no sabéis...?

–¿A que no sabéis qué? –le interrumpe Lukas.

–¿A que no sabéis hacer esto? –y en lugar de hablar se lanza al mar haciendo una cabriola en el aire.

–¿Cómo qué no? –responde Bianca. Y lo hace.

–Aprende de mí –dice Lukas a quien tampoco le cuesta este reto.

–¿Venga, Irina? –le grita Bianca al verla que no se atreve. –¡Venga!

–¡Venga! –le animan también Karl y Lukas que a la espera de que la rusa se decida, comienzan a corear su nombre. –¡Irina, Irina, Irina! –cantan al unísono. 

La joven finalmente azuzada por la embriaguez de sentirse el centro corre, salta, toma impulso para dar una voltereta, gira en el aire y cae de tal manera que, al chocar contra el mar, se dobla el cuello y pierde el conocimiento.

Unos segundos de vacío, de sordera en la que también callan las olas y en los que ninguno sabe qué sucede ciertamente, salvo que Irina flota inerte sobre el agua. De pronto Bianca grita su nombre –¡Irina! –vuelve a decir, aunque esta vez poseída por el terror al ver mecerse su cuerpo sin dar señales de vida. –¡Irina! –repite yendo hacia ella venciendo toda la masa espesa del mar. –Irina… –ya la tiene cogida entre sus brazos. –Irina, responde –le suplica. –Por favor, responde. Pero el cuerpo de Irina sigue exánime.

–¿Está muerta? –pregunta estremecido Karl.

–No lo sé –contesta Bianca. –No responde.

–Está muerta –confirma entonces Lukas al verla de cerca con todo su peso cayendo por los brazos de Bianca. –Está muerta –dice otra vez, pero gimiendo. –¡Está muerta! –grita. 

–¿Y ahora qué hacemos? –pregunta Karl tiritando.

–No lo sé –responde Lukas. 

–Está muerta –repite llorando Karl. –Scheisse!

–Corred –dice entonces Lukas. –¡Vámonos! –ordena.

–¡Pero como nos vamos a ir! –protesta Bianca con su amiga sobre el pecho. –Hay que sacarla del agua, hay que llamar a una ambulancia… A la policía.

–¿A la policía? –pregunta espantado Lukas. –¿Estás loca? ¡Vámonos!

–¿Y dejarla aquí?

–¡Vámonos, rápido, Bianca! –le insta Karl tomándola del brazo.

–¡Déjame! Vai a fanculo –y se libera de un sopetón. Hay que

 llamar a la policía –les pide llorando.  

–¡Vámonos, ya, Karl! ¡Déjala! –grita desesperado Lukas –¡Vámonos ya!

Y los dos primos salen del agua, se ponen el bañador a prisa y corren dejando tras de sí una estela de sombra bajo la blanquecina aureola de las farolas led y Bianca, todavía desnuda y con medio cuerpo dentro del agua sosteniendo el cuerpo exánime de Irina.

(Continúa en Postales de verano 9, cuarta y última parte)

 

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