Postales de verano 9 (2ª parte)

La yema del dedo de Bianca tiene un gusto desagradable, entre agrio y salado, por eso Lukas da un repullo hacia atrás cuando le pone una de las pastillas en la lengua.

Ma guarda, No tengas miedo –le dice riéndose. Verás que bien te pone esto… Me lo ha dado Alexis.

Los dos alemanes, la italiana y la rusa ya están sobre la vertiginosa grada que remata la piscina del Buda bar. Las dos chicas, ataviadas con sus nuevos tanga-bikinis atigrados verde-amarillo y rosa-negro a juego con sendos sobreros cowboy y cadenas doradas, comparten un mojito de medio litro a diferencia de los dos chicos que, con sus bañadores de media pierna traídos de la misma región de Baden-Wurtember, beben cada uno del suyo.

–Me voy –anuncia repentinamente Lukas.

–Pero, ¿cómo que te vas, tío? –le pregunta asombrado su primo.

–Me voy –repite antes de marcharse sin dar más explicaciones.

–¿Te lo he dicho o no? –comenta Bianca arqueando una ceja. –Está rarísimo.

–Pero, ¿qué le pasa a tu primo? –pregunta Irina.

–Yo que sé, ya se le pasará –dice Karl poniéndose otra pastilla en la lengua. –¿Os pido dos? –pregunta después de habérsela tragado. –En media hora terminan las happy-hours.

Como todos los días, la música retumba en el depósito de sol que es el Buda bar marcándoles el combate frenético de la fiesta. Como todos los días los dealers ocupan sus posiciones después de las happy-hours. Como todos los días, cuerpos musculados, operados y tostados hasta la abrasión se retuercen en una especie de cortejo sexual impostado, un postureo adornado de pajitas multicolor, dientes blanqueados, aceite para el pelo y selfis. Como todos los días, la farsa se sostiene hasta hacerse verdad, la única que gobierna en el Buda bar: la de las apariencias.

Karl está ahora en la barra. Ha podido llegar después de haber batido su propio record en atravesar la espesa jungla de cuerpos enrojecidos que separa las gradas de los cócteles. Ya conoce los atajos. El camarero que le sirve, atractivo a ojos del alemán si no fuera por un culo demasiado plano como suele pasar entre los españoles, prepara los seis mojitos de medio litro que le ha pedido.

–Mi primo se ha rallado porque no puede tirarse a Francesca –le explica en alemán al camarero.

–Muy bien –le responde este en inglés. –Son noventa y cinco euros.

De vuelta, con los seis mojitos de medio litro llevados como puede, los efectos de las dos pastillas que se ha tomado empiezan a subirle, aunque él todavía no se ha dado cuenta. Por eso, en la paulatina dilatación que sufre del espacio, se pregunta si el pelirrojo que acaba de dejar atrás no le habrá guiñado un ojo.

Ich bin mir sicher (Estoy seguro) –dice hablando solo, –me lo ha guiñado. “El muy maricón”, se dice para sí. “Qué asco… Ese también me ha guiñado”, piensa aludiendo ahora a un marroquí que está frente a él.

–Oye, tú –le interpela. –¿Tú que eres maricón, o qué?  

El marroquí, que está tan puesto como él y manifiesta los mismos prejuicios hacia la homosexualidad a causa también de su homosexualidad oculta, se dirige hasta Karl furioso de miedo e, hinchando el pecho y levantando un poco las puntillas de los pies, le pregunta si ha oído bien y le ha llamado maricón.

–Pues claro –le confirma el alemán. –Maricón, no: ¡mariconazo! Que me acabas de tocar la polla… ¿Tú lo has visto? ¿Verdad?  –le pregunta a una inglesa que tiene al lado.

Tal es el puñetazo que el marroquí asesta a Karl, que los seis vasos de medio litro llenos de mojito vuelan mientras este queda KO unos segundos y en los que pasan por su cabeza algunos fragmentos de las escenas de gangbang que ha estado mirando esta mañana. Cuando los vasos ruedan por el suelo, vacíos después de estropear maquillajes y ridiculizar selfis, Karl vuelve en sí, devuelve el golpe al marroquí y se enzarza con él en una trifulca que no para hasta que varios miembros del personal de seguridad los separan y, sin mediar palabra, los echan del Buda bar a empellones.

Ya fuera del recinto, viendo que el marroquí tiene distraído a los porteros intentando convencerles de que le dejen entrar, Karl aprovecha para ir hasta uno de los extremos del muro acristalado del establecimiento, a la altura de la grada donde tanto les gusta estar, y se pone a escalarlo. Cuando está arriba, agarrado al canto del grueso vidrio, a punto de tomar el último impulso, uno de los porteros, que lo ha visto va hasta allí, le agarra el pie y tira de él hacia abajo, pero no logra soltarlo pues se le resiste.

–Oye, ¿ese de ahí no es Karl? –pregunta Bianca a Irina señalando hacia donde está sucediendo el forcejeo. Entonces las dos amigas corren al extremo de la grada, agarran de los brazos al alemán y tiran de él hacia ellas con una fuerza desmedida, solo fruto del efecto de las pastillas que acaban de tomar.

Они влюбились в прекрасной Испании! (¡Soltadle, cabrones!) –grita riendo Irina.

Ihr werdet mich in zwei Teile brechen! (¡Me vais a partir en dos!) –grita riendo Karl.

Rilasciate il nostro amico, bastardi! (¡Sotad a nuestro amigo, cabrones!) –grita riendo Bianca.

Unos instantes después, el otro portero se dispone a ayudar a su compañero, pero cuando llega y coge la pierna de Karl, alguien le tira al suelo. Es Lukas que ha estado viendo la escena desde una roca del espigón que se adentra en el mar frente al Buda bar, y, a pesar de que toda su vida ha sido un cobarde, gracias a un inusitado sentimiento de seguridad que le ha dado la pastilla, se ha armado de valor y ha decidido ir a socorrer a su primo porque “el pobre”, ha concluido, “es maricón”. En paralelo, los vigilantes de seguridad del interior tratan de separar a las chicas que agarran con fuerza a Karl, el cual se agarra fuertemente al borde del muro de vidrio. Cuando lo consiguen, también las echan a empellones.

Vaffanculo! –grita Bianca haciéndoles una peineta y alejándose con los demás después de varios envites y amenazas de los porteros. –¡Coglione!

Junto al Buda bar, a pie de playa, hay un sencillo chiringuito tradicional de camareros mal pagados, atestado de comensales que a esa hora comienzan a cenar. El bullicio de las mesas, las bombillas amarillentas que penden de aquí para allá y el fuerte olor a pescado atrae a los cuatro jóvenes como la luz a la polilla, por lo que se acercan y se plantan delante de la valla azul de madera para observar como un grupo de suecos se dispone a ingerir una copiosa cena.

–¿Pasa algo? –pregunta incomodo uno de los suecos.

–No, nada –responde Karl conteniendo la risa.

–¿Es que no podemos mirar? –añade impertinente Lukas.

Y de pronto Bianca, al grito de “¡corred!”, coge una de las doradas a la brasa que están sobre la mesa de los suecos y huye con ella. A carcajada ahogada, los cuatro corren empujados por una euforia que casi les hace volar. Algunos camareros del chiringuito y un par de suecos intentan alcanzarlos, pero finalmente les pierden el rastro una vez que se adentran en el dédalo de urbanizaciones que se erigen por allí. 

...

 (Continúa en Postales de verano-3ª parte, en breve)

 

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