El agua de Ricky

No hace mucho tiempo, en un reino no muy lejano del universo digital, existía un influencer llamado Ricky que ejercía un gran poder gracias a su imperio de likes. El mundo entero lo adoraba y cada una de sus intervenciones en redes sociales era esperada con gran expectación y algazara. Tan extendida estaba por entonces la rickymanía que, nada más colgarse sus vídeos en la red, solo eran necesarios unos segundos para que el contador de visitas se disparara hacia cifras millonarias. Era normal, sus fervorosos followers, habiendo aguzado el oído con gusto, propagaban su credo compartiendo sus vídeos hasta los confines del big data.

A Ricky su trabajo le encantaba, de ahí que no hiciera ascos a ninguna oferta laboral, eso sí, siempre y cuando viniera acompañada de un considerable monto de dinero. Por lo general, no tenía escrúpulos, así pues, le daba exactamente igual si se fotografiaba con oligarcas rusos, pacifistas alemanes o revolucionarios venezolanos; si fomentaba el ecocidio, el politicidio o el deicidio; si creaba tendencia al amor, a la dismorfofobia o a la aporofobia; si le patrocinaban fabricantes de yogures, de piscinas o de armas; si hacía greenwashing, pinkwashing o kingwashing. Todo esto se la pelaba, él era el rey de los influencers y en sus dominios no había peros.

A los rickyfans, por su parte, todo lo que hacía les parecía muy bien pues este representaba su idea del éxito. Además de guapo y simpático, le consideraban entretenido, ingenioso y listo como nadie sobre la faz de Internet. Sin embargo, nada podían sospechar de la verdad que el joven ocultaba tras los píxeles de la pantalla, la que se contraía silenciosa en el lado opaco de una realidad sin cámaras, fibra óptica o streamings. Los rickyfans nunca sabrían que él, su ídolo virtual, era hipocondríaco y sus días un atiborro de fármacos.

Un día, el joven internauta se encontraba rodeado de admiradores mientras prestaba su imagen en la recepción de una embajada cuando, de pronto, comenzó a sofocarse y a sudar. Preguntó dónde estaba el baño y prestos, sus anfitriones, le buscaron a un camarero que le acompañara hasta allí y, ya de paso, le ayudara a atravesar la ringlera de selfies que le obstaculizaba el camino. Ya por fin a salvo en los servicios, dentro de una de las cabinas fecales, sabiéndose solo y con el camarero vigilando fuera para que nadie le molestara, Ricky tomó el teléfono y llamó a su psiquiatra. Necesitaba hablar con él cuanto antes ya que la causa del repentino ahogo y sudoración no era otra que una fuerte crisis de ansiedad. Había olvidado su pastillero y desde hacía unas horas no se medicaba, el miedo a contagiarse o estar desarrollando alguna enfermedad crecía de forma alarmante. Pasado un buen rato, el terapeuta, con mucho esfuerzo y tiento, consiguió aplacar la angustia del muchacho que, resignado, aceptaba la situación enjugándose las lágrimas.

En tanto, el camarero, viendo que el celebrity que custodiaba no salía del baño, entró sigiloso con la intención de comprobar que todo estaba en orden. Por eso, no pudo evitar escuchar la conversación con el psiquiatra y enterarse de su historial. –Parece que hoy es mi día de suerte –pensó gozoso el camarero que, inmediatamente, vio en la hipocondría de Ricky la oportunidad de sacarse unos cuartos.

–¿Va todo bien, señor? –empezó por preguntar.

–Sí, sí. Todo bien –respondió el influencer aún con los ojos vidriosos.

–¿Seguro?

–¿Seguro? –inquirió con cierto recelo.

–Señor, no he podido evitar escuchar la conversación y saber de su terrible adicción.

–¡Maldita sea! –increpó Ricky–. ¿Qué es lo que quieres? ¿Pasta? Te aseguro –gritó amenazante– que todos mis abogados se te echarán encima si intentas publicar algo, lo que sea. Te despedazarán. Yo que tú me lo pensaría dos veces, boomer de mierda.

Al momento, el audaz camarero, le aclaró que nada más lejos de sus intenciones. Que le admiraba profundamente, que su único deseo era ayudarle y que, además, sería para él un verdadero honor si se lo permitía. Cuando notó que Ricky se había tranquilizado un poco, aprovechó para explicarle que poseía la antigua receta de un tónico reconstituyente capaz de poner fin a todo mal, el cual, de origen maya, había acabado en manos de su tatarabuela por avatares del destino. Que solo con medio vaso al día sería suficiente para tirar por el váter todas las pastillas y terminar con esa infame dependencia. Que le daba su palabra y que, si no funcionaba, estaba dispuesto a que sus abogados hicieran con él lo que quisiesen.

Ricky, que empezó a sudar y a ahogarse de nuevo mientras el otro le hablaba de las propiedades del brebaje indígena, no puso ninguna objeción en acceder a probarlo convencido de que un par de sorbos no le harían ningún daño. –¿Y si al final funciona? –se preguntó con desespero. Así, unas horas más tarde, de madrugada, los dos se encontraban en la habitación del hotel donde el famoso influencer se hospedaba; el camarero le hacía entrega de una botella de cristal llena de un líquido tostado.

–Al menos está bueno –comentó quejoso Ricky después de darle la primera chupada–. Aunque podría estar menos dulce.

–Beba, señor, beba un poco más y ya verá –le insistió–. La fórmula, en breve, comenzará a hacer su efecto.

Al cabo de media botella y como por arte de magia, una repentina euforia fue sustituyendo las insufribles molestias y aprensiones de Ricky hasta hacerlas desaparecer.

–¡Este tónico es una maravilla! –exclamó fascinado–. ¿Cuánto quieres por él? Te compro todas las botellas. No, mejor, te compro la receta.

–Imposible, señor, la receta no está en venta.

–¿Cuántas botellas de tónico tienes? ¿Cuánto quieres por ellas?

–No tiene que pagármelas, señor.

–¿Entonces qué quieres?

–Apenas nada. Tan solo que lo promocione en su canal de Internet y que nunca revele su origen. A cambio, yo le daré todo el tónico que necesite.

Y así ocurrió que tras su apretón de manos el éxito de la bebida no tardó en llegar. El agua de Ricky, como la bautizaron los rickyfans, causó furor enseguida. Al poco de que se mostrara bebiéndola en su canal, las ventas explotaron. Políticos, economistas, sociólogos, sacerdotes, humanistas, líderes juveniles y tertulianos de plató destacaban, risueños, alguna propiedad de El agua de Ricky mientras la bebían. Pronto salieron imitaciones, pero ninguna alcanzaba su sabor ni tampoco producía el mismo efecto porque, sencillamente, no era la de Ricky. Fue todo un acontecimiento social, la revolución de la euforia, el final del miedo al dolor; aquel que la bebía dejaba de sufrir automáticamente. Entretanto, los ingresos del camarero no paraban de crecer.

Pocas semanas después, cuando ya había asentada una cadena de producción que el propio camarero se había encargado de montar y supervisar, una científica que por diabética era bastante precavida, en lugar de beberla se le ocurrió analizarla. El descubrimiento que hizo le dejó estupefacta, los ingredientes de El agua de Ricky eran simplemente agua, azúcar y colorante alimenticio de la marca El Dorado. A pesar de que con una sola prueba habría sido suficiente, la docta mujer, comprometida con la causa científica y consciente de la dimensión del engaño, se encargó de corroborar su hallazgo hasta cuatro veces más con procedimientos y métodos diferentes. Pero el resultado era siempre el mismo: agua, azúcar y colorante de la marca El Dorado. Cuando ya no quedaba espacio para la duda y todo eran certezas, grabó un video explicativo mostrando paso por paso el análisis químico y lo publicó en algún sitio web. 

La reacción de los internautas no tardó más de tres clics seguidos en aparecer. Al cuarto, una batahola virtual inundó las redes sociales con la fuerza de un tsunami. Los satélites y la fibra óptica colapsaron, los rickyfans enloquecieron y los políticos, economistas, sociólogos, sacerdotes, humanistas, líderes juveniles y tertulianos de plató que tan risueños habían opinado, siguieron opinando, ahora para desmentir y tirar por los suelos los resultados de la científica. Entonces Ricky se abrió paso entre el tumulto del big data y habló:

–Mis queridos followers, no os dejéis engañar. ¿Es que no os dais cuenta? Esta señora tiene un plan, un plan para devolvernos al antiguo estado del dolor ahora que ya no lo padecemos –dijo– porque es con el dolor como nos controlan. Y esta mujer quiere controlarnos. Por eso os insto a que seáis libres y no permitáis que ninguna troll os someta. Os invito a que levantéis vuestra copa conmigo y brindemos con El agua de Ricky por nuestra libertad. ¡Salud! ¡Por una vida sin dolor! –concluyó.

Y el mundo levanto su copa y brindó.

La recta científica, en cambio, no lo hizo ni se retractó. De ahí que finalmente fuera lapidada a golpe de twit, bloqueada de todas las redes sociales y expulsada de cualquier foro científico. En cuestión de días la convirtieron en un desecho divulgativo, un ser marginal cuyas palabras causaban el mismo efecto que las de un predicador sin likes. Al mismo tiempo, otros expertos analizaron la composición de El agua de Ricky y, aunque comprobaron que efectivamente era la que afirmaba su colega, por miedo a ser proscritos como ella, refutaron sus conclusiones. La comunidad científica, en consenso, ratificó el carácter curativo de El agua de Ricky y subrayaron cada palabra del influencer en sus clips. Crearon tendencia.

Por su parte, el camarero siguió ganando dinero con su fórmula de agua, azúcar y colorante alimenticio El Dorado.

 

Elromeroenflor

Comentarios

Entradas populares de este blog

Unos días de monzón en Indonesia

Una vez probado el alivio

El flautista de Hamelín y la distinción