Otelo y el dócil autómata

 ─¡Ahí va el negro rumbo a Chipre! ¡Ahí va, tan noble y bizarro, preparado para defender la isla de los temibles turcos! ¡Ahí va, combatiente en su galera!

Invencible, Otelo surca raudo el Mediterráneo desde Venecia. Tras de sí, se desvanece una honda y blanca estela que raya a su paso este memorable mar azul de plácidas orillas y risueños delfines, de gimientes cavernas y benévolos favores, de cruentas batallas y dioses arbitrarios. ¡Ahí va! A varios días de navegación de su amada, Desdémona, que ya lo espera impaciente en el muelle de una Chipre liberada del peligro turco por designio Divino. 

─¡Hurra! ¡Una tormenta ha destruido la flota otomana! ─anuncia alguien en la isla─. ¡Celebrémoslo! ¡Encendamos los altares, bendigamos el vino, sacrifiquemos el mejor de los carneros! Amén.

Pero de estos laureles el negro aún no sabe nada, tampoco de la mordedura letal que prevé asestarle Yago, cabeza de serpiente, a su llegada. El Siroco sopla y no le advierte de la ponzoña que el traidor guarda entre sus labios. Navega ajeno a los peligros que le aguardan en tierra, ocupado está en la empresa que le lleva hasta Chipre, la de vencer al infiel en los campos marinos de Marte y luego, una vez haya vencido, desposarse. Nunca sospecharía de Yago, su alférez, el que le introducirá el gusano envenenado en el oído para que le corroa el juicio y le nuble la razón. Fácil ardid si se tiene en cuenta que utilizará la palabra, este soberano ingenio que tal como construye, destruye. La palabra. Nunca un instrumento fue tan versátil y concluyente en manos del hombre. Sonidos articulados con una intención, nada más… Y nada menos que, incluso, el invicto Otelo caerá rendido a su poder.

Es de suponer que Shakespeare al escribir Otelo quiso subrayar, además del peligro que significa la irracionalidad de los celos, el poder que ejerce la palabra sobre el juicio y la voluntad de los hombres, la herramienta de control que es. En Vietnam, por ejemplo, sucede que todas las mañanas al amanecer, justo a la hora del inicio de la actividad diaria, megáfonos colgados en postes de luz irradian un discurso por calles y plazas. Sin saber vietnamita, uno adivina que se trata de un credo adoctrinador, algo así como los maitines de un sobado ideario, en este caso, de añejo régimen socialista totalitario. Estas palabras, de afilada y enardecida sonoridad oriental, se repiten atronadoras cada día, cada mañana, con una única intención.

Del mismo modo ocurre con otro totalitarismo que nos toca más de cerca, el neoliberal. Con métodos y recursos menos arcaicos y, al mismo tiempo, más incisivos y taimados que los megáfonos de Vietnam, empleando la Psicología de Mercado o el Márquetin, este régimen también hace de la palabra su instrumento de dominación. Anuncios publicitarios, titulares y noticias (fakes o no) están ideados y dirigidos, como en Otelo y en Vietnam, para un solo fin: manipular, conducir los hilos del juicio y la voluntad. Repetidos uno a uno y día tras día a través de medios analógicos y digitales, todos estos términos conforman el universo sonoro que retumba rutinariamente en nuestros oídos. Graban impresiones, establecen creencias e infunden sentimientos. Se vuelven el marco instructivo que nos dirige manteniéndonos en un no-estado, es decir, en un estar sin voluntad ni juicio propio, en un estar de autómata. No-estado que se ancla en el momento que uno hace suyas aquellas palabras que los megáfonos han estado dictando: Desdémona te engaña, Desdémona te engaña, Desdémona te engaña repite Yago, hasta que es el propio Otelo quien lo dice, lo afirma y lo cree. El propósito está conseguido, la voluntad ha quedado usurpada y ahora Otelo solo es un dócil autómata.

De este modo, cegado el juicio y la razón, convertido en dócil autómata, acaba el veneciano con la vida de su bien más preciado, Desdémona. Intoxicado con la palabra de Yago, la estranguló con sus callosas manos cuando ya solo le quedaban oídos para los labios del alférez. Desdémona, su amada y adorada, asfixiada por la sinrazón a pesar de Amor, el más puro de los antídotos, que no pudo neutralizar el efecto mortal de la palabra.


Elromeroenflor

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