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La constante silenciosa

Una de las imágenes más expresivas de la semana ha sido, sin duda, la de una anciana buscando en unos contenedores de basura mientras pasaban delante de ella un grupo de manifestantes, envueltos en banderas españolas y gritando el lema “libertad” indiferentes a la privación e indigencia de la señora. Como si fuera una de las más elocuentes ilustraciones satíricas de Quino, el creador de Mafalda, este suceso retrata muy bien, con gran dosis de ironía, a parte de nuestra sociedad. Porque que la derecha reivindique nada más y nada menos que libertad, comportándose con su habitual vehemencia nacionalista e indiferencia despiadada hacia los más vulnerables, es bastante irónico. Sin embargo, más allá de esta caricatura, la imagen también muestra una constante silenciosa, origen, a mi modo de ver, de muchos de nuestros desencuentros convivenciales: la oposición que supone la mirada del ser egoísta y su contraria, la empatía. En el relato de Caín y Abel ya lo expresé, no como tema principa

Caín y Abel

Se querían. Entre ellos existía una complicidad y camaradería como en ninguno de los otros cuatro hermanos. Nacidos en el seno de una familia católica de clase media trabajadora, Caín, el tercero, trece meses mayor que Abel, ya desde muy pequeño profesaba un notable cariño hacia su hermano que pronto le fue correspondido. Los años de la dictadura franquista acababan de terminar. España se preparaba para comenzar un nuevo rumbo cimentado en la concordia y la unidad, de ahí que la profunda relación fraternal de admiración y afecto del uno hacia el otro se interpretara como una metáfora, como un buen augurio de los alegres tiempos que anunciaba la recién estrenada democracia. Como si de las dos caras opuestas de una misma moneda se tratara, la genética dotó a Caín y Abel de atributos diametralmente contrarios. Es decir, si el mayor era bajo, delgado, nervudo y vigoroso, el menor alto, grueso y enfermizo. Si el primero mostraba un carácter descarado, sagaz y bromista, el segundo dulce,